José Luis Avendaño C.
Mientras en el Senado mexicano aprueba, en periodo extraordinario, el Tratado México-Estados Unidos-Canadá (T-MEC), una especie de TLCAN recargado –hacia los intereses del capital de EU—, el tiutero presidente Donald Trump nos amenaza si en el lapso de 45 días (mes y medio), corriendo a partir del 1 de junio, México no disminuye el flujo migratorio, proveniente de Centro América.
En su estilo bufonesco, ante periodistas, blande una sola hoja doblada de papel, donde, supuestamente, hay un acuerdo secreto que obligará a México. La administración lópezobradrista reacciona de inmediato, al mandar a su frontera sur un contingente de la recién creada Guardia Nacional, que se estrena contra la población vulnerable de los migrantes. Con tal decisión, observa el presidente de la Cámara de Diputados, Porfirio Muñoz Ledo, México vuelve a su estatus (neo)colonial.
Trump revuelve peras con manzanas; en nuestro caso, aranceles con migrantes, a los que considera indeseables, pero necesarios, allá y aquí, para la economía, pues se traducen en menores costos de producción, con el fin de competir con otros bloques y regiones. La contribución mexicana es en (súper)explotación de recursos y de fuerza de trabajo.
Desde mediados de la década de los noventa, Michael Kearney señala, con agudeza, que “el trabajador extranjero es deseado, pero no la persona que la encarna”. Sólo es bienvenido a Estados Unidos., sin aranceles ni muros de por medio, quienes llegan con dinero para invertir, así sea lavado.
Habla Trump más como candidato que busca, ahora, su reelección, que como presidente. En su estrecha visión, ha hecho de los mexicanos, los chivos expiatorios de los males de la economía estadunidense. Y en el mismo sentido, somos –retomando el lenguaje del poder, sus puerquitos. Un día sí y otro también, desde hace cuatro años, despotrica contra nosotros, reeditando, en una mala copia, antiguos conflictos: proteccionismo versus libre comercio, nacionalismo versus globalización.
En el libre comercio operan, como en todas fuerzas del mercado, no la equidad y la justicia, sino la ley del más fuerte, con la que son sacrificados, previo saqueo de sus recursos, los más débiles. Bajo esta premisa se da la relación histórica dominante de México frente a Estados Unidos, no obstante políticas de buena vecindad y de cooperación y desarrollo.
En este tenso ambiente de guerra comercial y de ideas, el presidente mexicano, al no asistir a la reunión del G-20, perdió la oportunidad de intercambiar opiniones sobre la situación global, en particular con China, que también enfrenta problemas arancelarios con Estados Unidos, cuyo mandatario está obstinado en resolver todo a base de trumpadas.
Fue Porfirio Díaz quien sentenció: “Pobre México, tan lejos de Dios, tan cerca de Estados Unidos”. Y así nos ha ido. Aparte del despojo de más de la mitad de su territorio, ha sido el más invadido o intervenido por EU, con el que hoy optamos por el amor y paz, reiterando lazos de amistad con la sociedad estadunidense, donde hay sectores que no concuerdan con algunos dichos y hechos de su presidente.
En su estilo coloquial, López Obrador afirmó que no podemos enojarnos, como en la escuela, y decir: “Nos vemos a la salida”, para darnos de golpes, trompadas, pues. Más, cuando vamos en el mismo salón de clase y hasta somos compañeros de banca. Algo que pasa por alto el berrinchudo Tío Donald.
Al finalizar la contienda revolucionaria, Estados Unidos mantenía su apetito sobre México, pero esta vez con otras armas: las más sutiles de la ideología y la educación. Robert Lansing, quien había sido secretario de Estado con Woodrow Wilson, en 1923 escribió una carta, que no tiene desperdicio (cursivas mías):
“México es un país extraordinario, fácil de dominar porque basta con controlar un sólo hombre: el presidente. Tenemos que abandonar la idea de poner en la presidencia a un ciudadano americano ya que esto llevaría otra vez a la guerra.
“La solución necesita más tiempo: debemos abrir a los jóvenes mexicanos ambiciosos las puertas de nuestras universidades y hacer el esfuerzo de educarlos en el modo de vida americano, en nuestros valores y el respeto al liderazgo de Estados Unidos.
“Con el tiempo esos jóvenes llegarán a ocupar cargos importantes, finalmente se adueñarán de la presidencia; entonces, sin necesidad de que Estados Unidos gaste un centavo o dispare un tiro, harán lo que queramos.
“Y lo harán mejor y más radicalmente que nosotros.”
En diciembre de 1982, asaltó el poder una joven generación de tecnócratas, educados bajo las enseñanzas de Milton Friedman (diez años antes, en septiembre de 1973, mediante un golpe militar, Chile fue su laboratorio). Se inició, no sin resistencias, un amplio proceso privatizador, redefiniéndose la función social del Estado. Situación que lamentó, y aún lamenta, la maestra Ifigenia.
Hoy, frente a las agresiones verbales de Donald Trump, se apela al expediente de la unidad nacional, cuando no se halla resuelta la cuestión del fin del neoliberalismo, que todavía campea por los pasillos de la Secretaría de Hacienda y el Banco de México, al priorizar la estabilidad sobre el crecimiento. Un cascarón más duro de quebrar.