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martes, 27 de octubre de 2009

El día en que El Jardín de El Edén se acalló. Incursión Militar en Atoyac, Guerrero.

Primero se llevaron a los negros,
pero a mi no me importó
porque yo no lo era.
Enseguida se llevaron a los judíos,
pero a mí no me importó,
porque yo tampoco lo era.
Después detuvieron a los curas,
pero como yo no soy religioso,
tampoco me importó.
Luego apresaron a unos comunistas,
pero como yo no soy comunista,
tampoco me importó.
Ahora me llevan a mí
pero ya es tarde...

Bertold Brecht


Era un día común que dejó de serlo, los pájaros adornaban el ambiente con sus cantos, las ardillas se correteaban mientras emitían chasquidos de alegría, los trabajadores (como 35) a punto de salir al campo. De pronto, una broma, un simulacro, una persecución, gritos, corte continuo de cartuchos, soldados encapuchados con sus rifles de asalto, más de 50 tenían tomado el jardín y otro tanto resguardaba los alrededores en sus hummers y camiones.

Pareció como un cambio de canal en la televisión pero con la diferencia de que estábamos adentro del escenario. Y al asomarse abajo, trabajadores encañonados bocabajo y con las manos en la nuca, 20 fusiles gritando a corte de cartuchos que bajáramos de la oficina con las manos en alto, nos sentimos crueles delincuentes adentro de la película. Luego la duda inmediata, serán asaltantes?, sicarios?, soldados del ejército mexicano?, pero para el caso daba lo mismo, ya estábamos todos encañonados y las armas aderezadas por el factor sorpresa se confirmaron como el único criterio de ley en ese momento, solo había que humillarse y obedecer.

Ya en poder de la situación, vienen las interrogantes altisonantes que daban continuidad a la intimidación: Donde están las secuestradas?, dónde están las armas?. Ni siquiera preguntaron quiénes éramos, qué había aquí, quién es el responsable; nada de eso. La fuerza bruta se enseñoreó sobre la inteligencia.

Luego vino el cateo. Revisaron cada espacio de la oficina y de las habitaciones, cada centímetro cuadrado del jardín, lo único que presumíamos es que buscaban todo lo que encontraran, cualquier cosa que comprometiera. No encontraron nada y a su salida centraron la atención en los vehículos nuestros. Como si fueran agentes de tránsito, exigieron hasta las facturas de las camionetas y en dónde se compraron. Todo ello se les aclaró.

Pero sus dudas continuaron. No encontraron lo que querían encontrar y de nuevo arreciaron con el segundo cateo. Este si más minucioso, la oficina, la bodega, cada centímetro de los 2,500 m2 del jardín; las habitaciones, los colchones, los roperos; todo revisaron y no encontraron nada, nada de lo que algún político de alto nivel les dijo que había. Por más de 3 horas el jardín estuvo tomado, mientras las botas militares insultaban el diseño arquitectónico natural del jardín de permacultura.

Fue un alivio cuando los vimos salir, pero no del todo; permanecieron un buen rato afuera como observando nuestras reacciones, o tal vez, por si en nuestra calidad de criminales pretendíamos huir. De pronto se juntaron en bolitas y regresaron.

Escogieron a 8 trabajadores que porque “debían acompañarlos al cuartel primero y luego a dar una vuelta”, dijo el oficial responsable del operativo. Pero no solo eso, tenía que ir también el responsable de la oficina.

Nos subieron a nuestros propios vehículos operados por personal militar, y avanzamos como un gran convoy escoltados por las hummers. Los que se quedaron en el jardín se preocuparon más, mientras los vecinos observaban el operativo y los curiosos y algunos conocidos se admiraban por el cargamento que el glorioso ejército mexicano había levantado. Salimos a la calle principal, luego rumbo a la colonia Villita; como en los tiempos de la guerra sucia de los años 70, se equivocaron de ruta, luego enfilamos a la colonia 18 de mayo pero en realidad nos llevaban camino a San Martín, no quedaba claro aún qué seguía.

El siguiente acto parecía el principio del fin. Se pararon a medio camino, nos obligaron a bajar, nos formaron en la orilla del monte, ordenaron quitarnos la playera o camisa, nos obligaron con ella misma a vendarnos los ojos. Nos amarran las manos por atrás y los pies, todo ello para consolidar la intimidación. Y así nos tuvieron varios minutos como si estuviéramos en el paredón. El oficial cortaba cartucho y simulaba que nos iba a disparar si no le decíamos lo que él quería. No hubo respuesta afirmativa puesto que no sabíamos nada, ni teníamos ningún delito... Antes de que sucediera lo peor o iniciara la tortura física, el responsable de la oficina se quitó la venda y espetó al oficial: “Tome nota que la gente de Atoyac ya sabe que nos tienen Ustedes y los periodistas esperan ya información; estaremos observando su comportamiento...” El oficial se sintió como intimidado y eso valió para decirle que se fuera, solo se quedarían con los trabajadores; y se portó generoso porque le dio un aventón en la tanqueta hasta la entrada del pueblo.

Al llegar de nuevo al jardín solo se escuchaban los comentarios, la colectivización de los detalles del operativo y, sobre todo, la preocupación por los que seguían detenidos. Ello dio margen para avisar a amigos y tenerlos al tanto de lo ocurrido para buscar caminos de solución; algunos hasta llegaron a la oficina y a otros los regresamos de Acapulco pues consideramos que ya no era necesaria su presencia. Y bueno hasta nos dio tiempo de comerse una torta con sabor a gastritis ya que hasta las necesidades del desayuno se interrumpieron. Y cantó mediana victoria por estar de regreso; ahora solo esperarían a los detenidos.

De pronto otra sorpresa, de nuevo un pelotón de soldados, esta vez con un perro detector de enervantes y arma. Así como la inteligencia fue suplantada por la fuerza bruta, la fuerza bruta cedió su capacidad visual y psicológica a un simple perro amaestrado a punta de botas. Revisaron de nuevo, centímetro a centímetro. Drogas escondidas? Armas enterradas? Ya ni ellos sabían que buscaban. De pronto la reducida inteligencia del oficial del perro afloró y comenzó a urgar en los escritorios, papeles, fotografías, buscando algo que tampoco sabía que era, simplemente algo. El militar perruno recorrió de nuevo y obviamente no encontró nada. Mientras en el centro del jardín seguía retemblando la bota militar, pisoteaban ya como en su cuartel. Se van de nuevo, no encontraron nada de nada, porque no buscaban nada sino cualquier cosa que encontraran, algún pretexto que comprometiera la honestidad de las instalaciones y ocupantes del jardín de El Edén.

Dos horas después llegaron los detenidos. El saldo: fueron amarrados fuertemente, y vendados los llevaron al cuartel, los interrogaron de nueva cuenta; solo a dos les aplicaron agua por la nariz para que cantaran, tal como lo hacia la perjudicial de antaño en los sótanos de Lecumberri. Al final del día tan solo preguntaban si sabían quien vendía drogas en Atoyac, como si fueran extraterrestres chupándose el dedo. Finalmente, y siempre vendados, los soltaron en la subida hacia la sierra.

Vienen ahora los comentarios, las conclusiones y los detalles. Alguien vio temblar a varios soldados, el perro estaba amaestrado a punta de botas y olfateaba nomás pa darle gusto a sus amos. Donde quedó la inteligencia?, porqué no se realizó una investigación previa?, porqué no revisar las grabaciones de las llamadas en los teléfonos de sobra intervenidos?, porque no se intervinieron las cuentas bancarias por el lavado de dinero supuesto?, de donde vino todo esto?. Haciendo cuentas, este operativo costó por lo menos cien mil pesos para agarrar a un pez gordo que ni siquiera tenía pecera. Ello sin considerar los daños psicológicos y perjuicios materiales ocasionados.

Y ahora viene la indignación, el coraje. ¿Qué hacer?, comunicados de prensa?, denuncias ante los Derechos Humanos? avisar a los amigos, funcionarios, diputados, senadores, abogados defensores, denuncia de hechos?. En realidad, se pudo haber tenido la primera plana en al menos tres diarios al día siguiente, pero, y se puede hacer algo contra el ejército? Atendimos todas las opiniones de los conocedores de estos menesteres pero todo nos llevó a una terrible y cruel impotencia. No podemos hacer nada, aún cuando queramos gritar a todo el mundo con coraje.

Baste solo recordar cuando les preguntamos si traían orden de cateo, y respondían haciendo hablar el arma a punta de cortes de cartucho para indicarnos que esa es la nueva ley del gobierno. O cuando un trabajador se “quejó” diciéndole valientemente al soldado que le estaba apuntando: “oiga me está apuntando y cortando cartucho muy cerca…”, y le responde el prepotente militar: “preocúpese solo cuando le dispare!”.

Estamos realmente como hace 100 años ante una dictadura. La supuesta lucha contra el narco dio pié a que el ejército tome el control de todo y, frente a un posible estallido social generado por la crisis de crisis, tenga en sus manos el control de la población, y comience a ubicar los posible brotes de insurrección. Quien mueva gente, genere corriente de opinión, sea de izquierda y no esté metido en el aparato gubernamental, resulta peligroso; hay que escanearlo antes de que salte, según las normas de la inteligencia militar. Y de pilón hay que dejarlo intimidado y en la mira. Lo irónico de todo esto es que el ejército dice que combate la delincuencia, independientemente de cómo lo haga, lo único que hace es combatir los efectos generados por la crisis y descomposición social, gracias a las políticas públicas inadecuadas; en contrapartida, nuestra labor durante 30 años ha sido combatir las causas que originan la pobreza y la descomposición social. Ahora resulta que también somos delincuentes.

Pero no solo eso, el ejército es delator, acusador, ejecutor de cateos y órdenes de aprehensión, ministerio público, torturador, juez y parte. ¡Qué bueno que no pidieron nuestras declaraciones al SAT porque ahí si tenemos delito que perseguir!.
Y bueno, como una manera de romper la impotencia, distender la emotividad causada y, sobre todo, remover la capacidad de indignación en esta aletargada señora sociedad civil, les compartimos esta experiencia que por cierto ningún periodista de los nuestros tuvo el valor de cubrir o tan siquiera preguntar…

Terminamos de nuevo con Bertold Brech, quien realmente fue el inspirador de esta reflexión. Y ojalá de hoy pa´ delante desarrollemos nuestra capacidad de amar, pero también de indignarnos ante la injusticia, y sobre todo de actuar como uno solo.

Hay hombres que luchan un día y son buenos.
Hay otros que luchan un año y son mejores.
Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos.
Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles.

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