John M. Ackerman
MÉXICO, D.F., 6 de enero.- Más que aquel mito histórico al que algunos la reducen, la Revolución Mexicana es una realidad presente que distingue a nuestra nación y que ha inspirado nuestra cotidiana construcción democrática. Uno de los logros más importantes de los revolucionarios de 1910 fue sin duda la irrestricta separación Iglesia-Estado. La fortaleza y la dignidad del Estado laico mexicano siempre fueron ejemplos internacionales del éxito de un liberalismo progresista, y se destacan hoy más que nunca en una época de resurgimiento de fundamentalismos y sectarismos de diversa índole a lo largo y ancho del planeta.
México cuenta con un nivel de desarrollo mucho más avanzado que Estados Unidos en la materia. En el país vecino del norte, tanto el presidente como los diputados y senadores federales juran sobre la Biblia al tomar posesión de sus cargos. En más de una docena de entidades federativas de la Unión Americana un sacerdote inaugura las sesiones legislativas locales con una bendición pública. La moneda estadunidense reza que su valor surge de la “confianza” que los ciudadanos tienen en Dios (“In God We Trust”). Las bodas oficiadas por curas, pastores e incluso chamanes tienen valor civil. Un gran número de escuelas públicas del sur de Estados Unidos todavía enseñan que la humanidad tiene su origen en el pecado original de Adán y Eva.
México, en contraste, es un ejemplo de modernidad y progreso. Si bien el régimen del partido del Estado estableció cuestionables pactos con los grupos más conservadores de la jerarquía católica, durante sus más de 70 años en el poder el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y sus precursores nunca se atrevieron a minar totalmente los cimientos del Estado laico.
Hoy, el respaldo del PRI a las iniciativas que prohíben y penalizan al aborto en diversos estados de la República representa una franca traición al tradicional compromiso de este partido con los principios del liberalismo. Ello ha demostrado que el “nuevo” PRI es aún más carente de valores y principios democráticos que el “viejo” PRI. La visita de Enrique Peña Nieto al Papa es particularmente elocuente al respecto.
A diferencia de lo anterior, el izquierdista gobierno del Distrito Federal se ha convertido en uno de los más importantes defensores de los principios revolucionarios. La reciente aprobación y publicación de las reformas al Código Civil que permiten el matrimonio entre dos personas del mismo sexo, así como la adopción de niños por estas parejas, implican una significativa expansión de los derechos de la población mexicana. Al igual que con la legalización del aborto, la legislación del “divorcio exprés” y el aval a la muerte asistida en el Distrito Federal, en este caso los asambleístas del Partido de la Revolución Democrática y el jefe de Gobierno, Marcelo Ebrard, se han colocado de nuevo a la vanguardia en el cambio social y político.
Esta reforma es trascendente no tanto por permitir el matrimonio entre dos personas del mismo sexo, sino porque representa la liberación del Estado mexicano de la definición eclesiástica de la familia. Abre la puerta para el pleno reconocimiento estatal de la gran diversidad de familias que existen en la sociedad mexicana.
Estrictamente hablando, cualquier persona debería poder adoptar a un niño, aun si no estuviera “casado/a” con otra persona. Los millones de madres solteras del país saben muy bien que lo verdaderamente relevante es el compromiso, el respeto y el amor, no necesariamente la presencia de dos adultos. Incluso, muchas veces las familias “tradicionales” resultan ser espacios muy poco propicios para el desarrollo emocional e intelectual de los niños, sobre todo cuando la norma es el maltrato de las mujeres y niños por el padre de familia.
Hace 10 días, en el evento de reapertura del museo Casa Morelos en Michoacán, Calderón reveló su estrategia para sacar raja política de las celebraciones de la Revolución y la Independencia que tendrán lugar durante 2010.
Primero, apelará al patrioterismo y al “nacionalismo” cultural: “2010 debe ser un año en el que celebremos con alegría 200 años de ser orgullosamente mexicanos. Debe ser un año en el que el sentimiento patrio palpite con enorme fuerza en cada hogar, en cada escuela y en cada plaza pública”.
Segundo, priorizará el legado de la Independencia por encima de la Reforma y la Revolución, con el enaltecimiento del papel de la Iglesia y la marginación del liberalismo mexicano.
Tercero, colocará como los principales “enemigos” a vencer a los narcotraficantes, en lugar de la pobreza, el autoritarismo o la concentración del poder: “Hoy, como hace 200 años, nuestra nación sufre los embates de sus enemigos, de aquellas que buscan cancelar para todo efecto práctico las libertades de los mexicanos”.
Los mexicanos no podemos permitir esta reinterpretación eminentemente conservadora de los legados de la Independencia y la Revolución. “Morelos luchó por la Independencia nacional convencido de que esa era su misión en la vida. Hay generaciones a las que les corresponde luchar por la libertad y otras a las que nos corresponde luchar por preservarla”, declaró Calderón.
Así como Barack Obama fracasó olímpicamente en su intento de transformar el Premio Nobel de la Paz en una certificación para emprender “guerras justas” desde el imperio, Felipe Calderón tampoco tendrá éxito en su esfuerzo de convertir las guerras libertarias del pasado mexicano en un permiso para frenar la expansión de nuestros derechos y reinstalar un Estado confesional y una intolerancia institucionalizada.
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