Por: Laura Castellanos (Periodista; colaboración especial)
EL UNIVERSAL
domingo 28 de febrero de 2010.
Carlos Montemayor murió, y con él perdemos no sólo a un intelectual prolífico, sino al que primero desentrañó en México las claves para dilucidar la violencia de Estado contra movimientos sociales y guerrilleros.
Montemayor (1947-2010) incursionó con lucidez y hondura en una variedad de campos: fue historiador, ensayista, poeta, cuentista, traductor, cantante de ópera y divulgador de lenguas indígenas. No obstante, su obra más célebre es la que da comprensión a los detonantes de la subversión popular y a la estrategia de Estado para aplastarla.
Fue el primero en sistematizar y dejar constancia de los movimientos armados socialistas de los sesenta y setenta que no figuran en la historia oficial. Su obra más renombrada, Guerra en el paraíso (1991), marcó el antes y después del conocimiento público sobre la guerra sucia mexicana. En su novela recreó la represión militar contra la guerrilla de Lucio Cabañas en Guerrero en los años setenta.
El escritor enfatizó la perspectiva histórica para examinar las causas de los movimientos armados e insistió en varias tesis fundamentales para hacerlo. Éstas fueron desmenuzadas en su más reciente libro La violencia de Estado en México (2010).
Una de sus tesis es que la violencia de Estado no es sólo tortura, masacres y desaparición forzada, sino un entramado de complejos mecanismos como la impunidad en la procuración e impartición de la justicia, la legislación que criminaliza a activistas sociales y la negación de la pobreza. Es decir, el analfabetismo, la carencia de servicios de salud, el desempleo, la falta de vivienda, y la desnutrición, son formas de violencia legal, institucionalizada.
Montemayor puntualizó que dicho escenario se recrudece cuando hablamos de poblaciones indígenas, por lo que hizo hincapié en la legitimidad de la lucha del EZLN tanto en sus artículos de La Jornada como en su libro Chiapas, la rebelión indígena (1997). Así denostó la calificación de "terroristas" que la derecha endilgó tanto a zapatistas como a militantes de otras guerrillas, como los del EPR.
Su agudeza parte de otra de sus tesis: la violencia institucionalizada provoca violencia popular. Esta es la razón de la recurrencia de la guerrilla como fenómeno de lucha en el país desde hace 45 años. La llamó "guerrilla recurrente" porque no ha dejado de estar presente durante todo este tiempo. Siempre adujo que la violencia del pueblo manifestada en rebeliones es precedida de una violencia originada por el Estado, por graves insuficiencias sociales y políticas, de tal manera que recomendó que estos estallidos tienen que ser analizados como movimientos sociales y no como meros asuntos policiacos o militares.
Su planteamiento ha marcado a varias generaciones de investigadores, historiadores y periodistas. Fue clave para la elaboración del libro México armado 1942-1981, en el que narré el proceso de radicalización de una treintena de guerrillas en los años sesenta y setenta, antecesoras de la decena de guerrillas activas en la actualidad, como el EZLN y el EPR y sus escisiones.
El pensamiento de Montemayor también es vital para conocer los resortes de la contrainsurgencia. En La violencia de Estado en México describe un escenario repetido a lo largo de la historia moderna, tanto en las movilizaciones ferrocarrileras de los cincuenta, como en las estudiantiles del 68, en la irrupción de los grupos guerrilleros diversos, así como en el movimiento de Atenco del 2006.
El escenario es: cuando un grupo radical irrumpe, el discurso del Estado descalifica sus razones, niega la violencia institucionalizada, y reprime en nombre de la "paz social". El investigador concluyó: "La inconformidad social no inicia la violencia; por el contrario, surge para que esa violencia cese".
Montemayor nos dejó un legado que a su muerte cobra una mayor significancia. No sólo es relevante su obra política, sino también su trabajo sobre lenguas indígenas, en el que destaca su Diccionario del náhuatl en el español de México, Arte y trama en el cuento indígena, La voz profunda: antología de literatura mexicana en lenguas indígenas.
Hay, sin embargo, en el terreno político, tres fenómenos crecientes en los cuales vamos a extrañar cada día más el rigor de su análisis: el del factor narcotráfico como elemento represor de activistas y comunidades rurales e indígenas radicales, y el de la actuación de células de jóvenes eco anarquistas que detonan bombas molotov contra la infraestructura de poder económico y político. También hará falta como factor de equilibro en la Comisión de Mediación de intelectuales que coadyuva a buscar a los militantes desaparecidos del EPR.
No obstante, Montemayor nos dejó las claves históricas para comprender nuestro posible futuro. Su muerte no ha de significar, sin embargo, el olvido de sus ideas; sino, por el contrario, la consolidación de su ideario como una poderosa arma de análisis social que necesariamente abona a favor de las mejores causas del pueblo de México.
Se multiplican las agresiones a los pueblos: Chiapas, Cananea, Juárez. Es un estado de cosas insoportable que aparece como clara expresión de la incompetencia política, la corrupción estatal y la compulsión reaccionaria que padecemos, las cuales se profundizan junto con la degradación moral de las clases políticas. Pero es también, acaso, manifestación de una estrategia que busca abortar la insurrección en curso.
El Comité Invisible, un colectivo francés imaginario, publicó hace un par de años L’insurrection qui vient (Google aporta versiones pobres en español e inglés). Al leer este libro fascinante y examinar las verdades necesariasque establece, no puedo evitar la impresión de que la insurrección
que vieneya llegó. No sé si en París, pero sin duda en Oaxaca, en Chiapas, en México. Estamos en ella.
No se anuncia con fanfarrias. No consiste en marchas, plantones, manifiestos o proclamas. Elude movilizaciones colgadas de líderes y lemas. No apela a las armas, aunque puede apoyarse en la autodefensa armada. Se encuentra en todas partes y en ninguna; desde cualquier posición, en el lugar en que se encuentre, la gente impulsa con dignidad y coraje sus formas propias de vida. Hay quienes lo hacen por razones de estricta supervivencia. Otros apelan a antiguos ideales. Todos desafían radicalmente el estado de cosas, el sistema dominante, el régimen político y económico que ha llevado a la catástrofe actual. Se ocupan, ni más ni menos, de generar nuevas relaciones sociales y políticas, más allá de la explotación económica y del control político o policiaco. Esta rebelión de los descontentos es también la insurrección de los saberes sometidos y las imaginaciones reprimidas que saben llegado el momento de la verdad.
Habrá que hablar de ella, aprender a verla, de-velarla. El libro La insurrección que viene contribuye a esa tarea.
Sus redactores no son sus autores, aclara el Comité Invisible.
Han puesto algo de orden en lugares comunes de la época, lo que se murmura en las mesas de los cafés o tras las puertas de los dormitorios. No han hecho sino precisar las verdades necesarias, las que ante el rechazo general llenan los hospitales siquiátricos y las miradas compasivas. Son los escribas de la situación. El privilegio de las circunstancias radicales es que la precisión conduce en buena lógica a la revolución. Basta decir lo que tenemos ante nuestros ojos y no eludir las consecuencias.Y es esto, en realidad, lo más difícil. Reconocer con entereza la gravedad del estado de cosas y enfrentar a pie firme lo que eso significa.
El libro empieza con una provocación que describe muy puntualmente lo que pasa entre nosotros: “Desde cualquier ángulo que se le observe el presente no tiene salida. No es la menor de sus virtudes. Quita todo sostén a quienes se empeñan en esperar a como dé lugar… Todo mundo sabe que las cosas no pueden sino ir de mal en peor. ‘El futuro no tiene porvenir’ expresa la sabiduría de una época que ha llegado, como si fuese extrema normalidad, al nivel de conciencia de los primeros punks… Pero el impasse actual, perceptible en todas partes, en todas partes es negado.”
Necesitamos aprender a ver, con ojos menos empañados, lo que la gente común está haciendo ante las dificultades del día, ante esa perspectiva cada vez más oscura. Necesitamos reconocer los rasgos de esta insurrección que hasta ahora ha resultado invisible. Pero antes aquilatemos el significado de lo que está ocurriendo. Chiapas y Cananea tienen un signo común: son provocaciones abiertas, tratan de inducir un comportamiento específico. Se busca con ellas intimidar hasta la parálisis o bien estimular reacciones descontroladas y agresivas. Estas reacciones permitirían dar apariencia de justificación al aplastamiento policiaco que se intenta realizar, el cual podría conducir más temprano que tarde a una especie de guerra civil que pudiera abortar la insurrección.
Ésa sería la estrategia. Provocar alguna forma de violencia popular espontánea y caótica. Que la gente, harta de tanta provocación o de los callejones sin salida a los que se la conduce continuamente, estallara sin orden ni concierto. Se estarían buscando pretextos para profundizar el autoritarismo actual y llevarlo hasta el punto en que fuera capaz de evitar que la insurrección se ampliara y profundizara hasta cumplir su destino: liquidar sin violencia el régimen dominante.
Socavar esta perversa estrategia, impedir que triunfe, es hoy condición de supervivencia tanto de la insurrección en curso como de la vida social misma, que ha entrado en un grave proceso de descomposición. Para todo esto necesitamos, más que ninguna otra cosa, miradas claras e imaginaciones lúcidas.
Necesitamos aprender a ver, con ojos menos empañados, lo que la gente común está haciendo ante las dificultades del día, ante esa perspectiva cada vez más oscura. Necesitamos reconocer los rasgos de esta insurrección que hasta ahora ha resultado invisible. Pero antes aquilatemos el significado de lo que está ocurriendo. Chiapas y Cananea tienen un signo común: son provocaciones abiertas, tratan de inducir un comportamiento específico. Se busca con ellas intimidar hasta la parálisis o bien estimular reacciones descontroladas y agresivas. Estas reacciones permitirían dar apariencia de justificación al aplastamiento policiaco que se intenta realizar, el cual podría conducir más temprano que tarde a una especie de guerra civil que pudiera abortar la insurrección.
Ésa sería la estrategia. Provocar alguna forma de violencia popular espontánea y caótica. Que la gente, harta de tanta provocación o de los callejones sin salida a los que se la conduce continuamente, estallara sin orden ni concierto. Se estarían buscando pretextos para profundizar el autoritarismo actual y llevarlo hasta el punto en que fuera capaz de evitar que la insurrección se ampliara y profundizara hasta cumplir su destino: liquidar sin violencia el régimen dominante.
Socavar esta perversa estrategia, impedir que triunfe, es hoy condición de supervivencia tanto de la insurrección en curso como de la vida social misma, que ha entrado en un grave proceso de descomposición. Para todo esto necesitamos, más que ninguna otra cosa, miradas claras e imaginaciones lúcidas.