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martes, 30 de marzo de 2010

El norte, fuera de control:en un amplio arco territorial que va de Sinaloa a Tamaulipas, pasando por Chihuahua, Durango, Coahuila y Nuevo León, y dejan al descubierto la extrema debilidad –si no es que la ausencia– de los poderes federales, estatales y municipales.

La Jornada
La masacre de 10 niños y jóvenes perpetrada antier en el municipio duranguense de Pueblo Nuevo es el más reciente episodio de los fenómenos de violencia y descontrol que han cundido en la franja norte del país con una velocidad escalofriante. Los combates y las masacres ocurren, con días u horas de diferencia, en un amplio arco territorial que va de Sinaloa a Tamaulipas, pasando por Chihuahua, Durango, Coahuila y Nuevo León, y dejan al descubierto la extrema debilidad –si no es que la ausencia– de los poderes federales, estatales y municipales.

La carencia de autoridades funcionales no sólo se evidencia en el accionar impune de grupos armados que masacran a decenas de jóvenes en Ciudad Juárez, Torreón o Durango, que paralizan Monterrey y sus zonas conurbadas y que, según los reportes gubernamentales, lanzan acciones ofensivas contra unidades de las fuerzas armadas; el vacío de poder también se pone de manifiesto en la confusión y la impunidad que suelen suceder a atropellos de las fuerzas del orden –civiles y militares– contra la población y la proliferación de violaciones graves a los derechos humanos.

Así ha ocurrido, entre otros casos, con los dos estudiantes del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM) muertos, a decir del gobierno, en una balacera entre efectivos del Ejército y presuntos sicarios, en un hecho trágico que ha dado pie a versiones incoherentes de las autoridades, así como a sospechas de que los jóvenes pudieron ser asesinados por los uniformados. Igualmente grave es el homicidio de un presunto narcomenudista, detenido la semana pasada por efectivos de la Marina en Santa Catarina, y hallado muerto un día después en un baldío de San Nicolás de los Garza.

Otro ejemplo del desgobierno es el desparpajo con que el presidente municipal de San Pedro Garza García, Mauricio Fernández, ha anunciado acciones fuera de la ley para, supuestamente, combatir a los grupos delictivos en su demarcación, y su admisión posterior de que ha mantenido contactos institucionales con presuntos delincuentes. La tolerancia del gobierno federal para con este funcionario contrasta con la dureza injustificada con que el año pasado se detuvo e incomunicó a varios alcaldes de Michoacán a los que se acusó, sin sustento, de mantener vínculos con la delincuencia organizada; no puede eludirse el hecho de que mientras Fernández es miembro de Acción Nacional, sus homólogos michoacanos son de militancia perredista, lo que denota una doble moral contraria al más elemental sentido republicano.

La doble moral también ha proliferado, según puede verse, en los medios y en la sociedad. Mientras que las muertes de los estudiantes del Tec, el pasado viernes 19, han generado una gran masa informativa, movilizaciones y expresiones de repudio, sin duda compartibles, otros homicidios de inocentes ocurridos ese mismo día pasaron prácticamente inadvertidos: el de una mujer que murió en el fuego cruzado de una balacera en Monterrey y los de seis campesinos sinaloenses ultimados en el municipio de Elota. No puede haber raseros distintos para hechos similares.

En otro sentido, el más reciente asesinato masivo de inocentes, ocurrido en Durango, se inscribe en un patrón alarmante de ataques contra jóvenes y estudiantes del todo ajenos a los conflictos generados por la delincuencia, así como por las erráticas y equívocas respuestas de las autoridades. Es positivo que el gobierno federal haya depuesto su tendencia a acusar en automático a esa clase de víctimas –40 jóvenes en lo que va de 2010, según mandos militares citados en la edición de este diario del pasado domingo– de presuntos vínculos con la delincuencia organizada. Pero no bastan el silencio ni los pésames oficiales; dos de las responsabilidades básicas del Estado –garantizar la vida y la integridad física de la población y procurar justicia– son incumplidas en forma cada vez más frecuente en diversas zonas del país, y esas omisiones aceleran la descomposición institucional y la fractura creciente entre las autoridades y la sociedad afectada.

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