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jueves, 17 de junio de 2010

Mandela: la reconciliación; y en México, ¿cuándo?

Juan Ramón de la Fuente
A los 91 años de edad, ausente de todo protocolo, nadie estuvo más presente que Nelson Mandela en la inauguración de la Copa Mundial de Futbol la cual, según nos cuentan, tuvo una audiencia global cercana a los 2 mil millones de personas.
Sudáfrica, con 49 millones de habitantes (6 millones de ellos blancos) y un ingreso per cápita de 5 mil 600 dólares, se enfrentó a México, país también multiétnico y pluricultural, con 108 millones de habitantes y, según INEGI, un ingreso per cápita de 8 mil 900 dólares.
Nelson Mandela significa, en la conciencia universal, el ideal de libertad, democracia y reconciliación. Nacido en una tribu sudafricana, inmerso en la separación racial y la discriminación brutal, estudió derecho (en una universidad exclusiva para negros, por supuesto) y desde el Congreso Nacional Africano se enfrentó —con las armas de la ley— a un tribunal que lo condenó a cadena perpetua. Después de 27 años, cuando el mundo entero condenaba el apartheid y su encarcelamiento era insostenible, fue liberado.
Imperturbable ante la adversidad, con la fortaleza de sus convicciones y su voluntad, accedió al poder con un solo objetivo: cambiar su mundo y el mundo de los suyos. Logró, por la vía democrática, lo impensable: la reconciliación entre negros y blancos. La lección de Mandela es prueba fehaciente de que la convivencia armónica es posible. Tal fue el mensaje que el espíritu de su raza, con el estruendoso ruido de las “vuvuzelas”, envió al mundo desde el Soccer City Stadium de Johannesburgo el pasado viernes. Ese mismo día murieron en México 85 personas en manos de la delincuencia organizada.
Más allá del grave problema que representa la violencia vinculada al tráfico de drogas y de armas, a la disputa por las plazas y los principales centros de distribución de drogas ilegales, y quizá precisamente por todo ello, es tiempo de encontrar en México puntos de convergencia: dejar atrás las disputas estériles y sentarnos a discutir los temas de fondo.
La nuestra es una sociedad de grandes contrastes: con avances inobjetables y rezagos inadmisibles. Es también una sociedad diversa, y tal diversidad se expresa cada vez con más ímpetu: diversidad étnica y cultural; diversidad política, ideológica, religiosa y sexual; diversidad económica y regional.
El respeto a los derechos ciudadanos, a través de la correcta interpretación y aplicación de las leyes, hace posible la legítima expresión de posiciones heterogéneas y de creencias disímbolas. Se trata pues de reconocer no sólo los derechos de las mayorías sino también los intereses de las minorías en todos los ámbitos: gobernar con tolerancia sin transgredir el orden jurídico; optar por el difícil camino de los consensos; propiciar el diálogo y abrir el debate, para que la “otredad”, como diría Fernando Savater, encuentre sus propios espacios y se puedan evitar o superar, en su caso, el encono y la confrontación que se nos han vuelto cotidianos.
La sociedad mexicana, atrapada entre un modelo de desarrollo que acusa signos de insuficiencia cada vez más contundentes y el cruento combate al crimen organizado, tiende a polarizarse sobre todo por la creciente desigualdad, el acceso limitado de los jóvenes a la educación y al empleo, la criminalización de la protesta social y la frustración de quienes perciben amenazado su patrimonio, sea éste modesto o no tanto.
Nuestra mejor apuesta para la reconciliación está en nuestra democracia, en nuestras instituciones; en la protección social efectiva, en el respeto a quienes son diferentes; en el fortalecimiento de un Estado de derecho capaz de conciliar la fuerza del Estado —que es legítima— y los derechos ciudadanos, que también lo son. Por otro lado, nada nos aleja más de la reconciliación que la sombra de las tentaciones autoritarias, la intolerancia hacia quienes discrepan, la corrupción y la impunidad, la impartición desigual de la justicia.
La unidad nacional precisa de instrumentos de inclusión en todos los órdenes, particularmente entre los jóvenes. Ahí están la educación, la cultura, la ciencia y el deporte. Ahí está la Iniciativa México que tiene gran potencial. Pero también requerimos de un Estado más efectivo en materia de seguridad: seguridad individual, familiar, social, laboral, nacional. Un Estado vigoroso —no obeso como antaño— sino fuerte; más ágil, más transparente y moderno; un Estado que proteja e ilusione; un Estado que convoque a los empresarios y a los sindicatos; a los jóvenes y a las personas de la tercera edad; que convoque a hombres y mujeres; a los artistas e intelectuales; a las etnias, a las personas con capacidades diferentes, y creencias diferentes; que convoque a la gente del campo y de la ciudad, dejando atrás los vientos del protagonismo mediático y asumiendo un liderazgo más auténtico, que ponga por delante la dignidad de la persona, que respete las ideas ajenas y que, siguiendo a Bobbio, procure “comprender antes de discutir y discutir antes de condenar”.
Los principales enemigos de la reconciliación son quienes se empeñan en generar procesos de “suma cero”; es decir, quienes piensan que si hay alguien que gana, en esa misma proporción otro pierde forzosamente. Max Weber en su clásico El político y el científico nos advierte sobre “ese clerical vicio de querer tener siempre la razón”. Porque es frecuente, sobre todo en política, pensar que el rival vale menos cuando ha sido vencido. Tales son las actitudes que impiden la reconciliación: no aceptar nunca las verdades del otro y ver en el discrepante a un enemigo en lugar de un simple adversario.
Hay que aceptar que en la vida las cosas cambian con frecuencia. No hay ganancias absolutas. Todos podemos ser, a la vez, ganadores y perdedores. El éxito nunca es definitivo; tampoco el fracaso. Para la reconciliación, es necesario aceptar que el otro puede tener al menos una parte de razón. Para la reconciliación también hay que evadir la insidia, la intriga en espiral que promueven deliberadamente quienes se benefician de una sociedad polarizada, de un tejido social fragmentado como el nuestro.
La trama actual del país exige una mayor cooperación de todos los actores sociales, y los actores sociales somos todos. Incluida, por supuesto, nuestra selección de futbol, en la que confiamos hoy para superar a Francia, un país con 64 millones de habitantes y un ingreso per cápita de 43 mil dólares.
Ex secretario de Salud
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