Las mentiras de Hiroshima son las mentiras de hoy
La mentira más perdurable es la de que la bomba atómica se lanzó para acabar con la guerra en el Pacífico y salvar vidas.
John Pilger | Agenda Roja | Hoy a las 0:14 | 26 lecturas
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Traducción Rosa Moya
Cuando fui por primera vez a Hiroshima en 1967, aún estaba allí la sombra sobre los escalones. Era una impresión casi perfecta de un ser humano relajado: piernas separadas, espalda inclinada, una mano en el costado mientras esperaba sentada a que abriera el banco. A las ocho y cuarto de la mañana del 6 de Agosto, su silueta y ella fueron lanzadas ardiendo contra el granito. Estuve mirando la sombra fijamente durante una hora o más, luego bajé andando hacia el río y conocí a un hombre llamado Yukio, en cuyo pecho todavía estaba grabado el dibujo de la camisa que llevaba cuando se lanzó la bomba atómica.
Él y su familia todavía vivían en una casucha construida rápido y mal entre el polvo de un desierto atómico. En su descripción hablaba de un relámpago enorme cayendo sobre la ciudad, “una luz azulada, algo así como un cortocircuito”, tras el cual el viento sopló como un tornado y cayó una lluvia negra. "Fui lanzado al suelo y observé que sólo quedaban los tallos de mis flores. Todo estaba quieto y en silencio, y cuando me levanté, había gente desnuda sin articular palabra. Algunos de ellos habían perdido la piel o el pelo. Supe con certeza que estaba muerto”. Nueve años después, cuando volví a buscarle, había muerto de leucemia.
En el periodo que siguió al lanzamiento de la bomba, las autoridades de ocupación aliadas prohibieron toda mención del envenenamiento por radiación e insistieron en que las muertes o heridas fueron consecuencia sólo del estallido de la bomba. Ésta fue la primera gran mentira. “No hay radiactividad en la destruida Hiroshima” decía la portada del New York Times, un clásico de la desinformación y la abdicación de los medios, que el periodista australiano Wilfred Burchett incluyó como primicia del siglo. “ Escribo esto como advertencia a todo el mundo”, informaba Burchett en el Daily Express, después de llegar a Hiroshima tras un viaje peligroso. Fue el primer corresponsal que se atrevió. Describió salas de hospital llenas de gente sin heridas visibles, pero que estaba muriendo, de lo que él llamó “una epidemia atómica”. Por contar esta verdad, le retiraron su acreditación de prensa, fue expuesto públicamente y difamado – y justificado.
El uso de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki fue un acto criminal de dimensiones épicas. Fue un asesinato masivo premeditado que dio rienda suelta a un arma de criminalidad intrínseca. Por esa razón sus defensores han buscado refugio en la mitología de la reciente “guerra buena”, cuyo “baño (de sangre) ético”, como Richard Drayton lo calificó, ha permitido a Occidente no sólo expiar su sangriento pasado imperialista, sino poner en marcha 60 años de guerra voraz, siempre bajo la sombra de La bomba atómica.
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