La Jornada Semanal 4 de abril de 2010
Me quiero bajar
Un día me subí a un pesero en el que casi me da un infarto, pero no me hubiera dado sólo a mí, también a la docena de pasajeros que iba conmigo. Subimos en la base. El conductor, un muchacho con copete de nido de golondrina y lentes polarizados, sostuvo una discusión con otro chofer antes de arrancar. Creo que el otro ganó, pues el joven éste tuvo un ataque de furia que se expresó en la pasión con la que aceleró y rebasó cuanto coche, camión o moto vio a lo largo de las veinte cuadras más sufridas de mi existencia, sin prestar atención a las quejas de su cargamento, ni a los incautos que pasaban a pie cerca de su vehículo.
No hizo paradas, ni para bajar ni para subir pasaje, aunque hubo varios que le hicieron señales para que se detuviera o solicitaron bajar. Tampoco obedeció al semáforo, ni le hizo caso a su chalán, quien venía tan espantado como el resto de la concurrencia. Se inclinó sobre el desmesurado volante de su unidad, como dicen en los noticieros, y se consagró a darle vueltas y vueltas cambiando las velocidades con gesto bronco (le daba a la palanca con la palma de la mano, como si la abofeteara), mientras pisaba enardecidamente el acelerador. Cuando comenzamos a protestar le subió el volumen al radio. Yo miraba por la ventana con gesto, imagino, de pánico, mientras asía el respaldo del asiento de enfrente con toda el alma. Me preguntaba si los que nos veían pasar sospechaban siquiera lo mal que nos estaba yendo.
El tipo se detuvo cuando quiso –cuando se le pasó el berrinche– y le mentó la madre a quienes le reclamaron. Como se veía de armas tomar y tenía en la ventanilla a su izquierda tres desarmadores afilados a guisa de adorno, no le dije nada y me bajé, con la mayoría de las mujeres, por la puerta de atrás. Me quedé con las piernas temblorosas y la bilis derramada, como decía mi abuelita.
Me hizo pensar mucho, el joven. En el azar, que da órdenes fatales e incomprensibles; en la rapidez con la que puede cambiar la vida; en la impotencia. Al principio de nuestro alocado viaje, nadie dijo nada. Nos veíamos unos a otros con una mezcla de resignación e incredulidad. Estábamos esperando, creo, a que él solito se calmara; a que su amigo lo convenciera –sus “¡Bájale, carnal!” no surtieron el menor efecto– o que una patrulla lo detuviera. Sólo después de que un pasajero trató de bajar y el chofer lo ignoró, empezamos a movernos en los asientos, espantados y aturdidos. Unos protestaron, otros los apoyamos, todos chocábamos con todos y las bolsas que estaban en el suelo rodaban hacia delante y hacia atrás: el chofer no se inmutó. La horrible odisea terminó cuando quiso y no pasó a mayores porque tuvimos suerte.
No todos se rebelaron: la mayoría se dejó llevar, en un estado de apatía espantada, hasta el momento en el que, con un enfrenón, la rabieta del multimencionado perdió ímpetu. Ya en la banqueta, algunos de los que viajaron en silencio manifestaron su enojo. Nos separamos y cada quien se fue a su casa con la boca amarga. ¿Qué podíamos hacer?
Desde que Felipe Calderón emprendió su guerra contra el narco, siento que voy en una pesera gigante, del tamaño del país, exactamente que va pendiente abajo, sin frenos y con un chofer que acelera y acelera. Lleva casi veinte mil atropellados. (Corrección: casi veinticinco mil)
Cientos de miles, tal vez millones, nos queremos bajar y el chofer no nos hace caso, porque no sabe escuchar. Viene oyendo su propia propaganda, triunfalista, cursi y patriotera. Dice mentiras, levanta falsos, oculta errores. Afirma que todo lo hace por nosotros, porque quiere que lleguemos a tiempo y que el pasajero que está junto a nosotros es el culpable de cuanto va mal.
Sus chalanes son igualmente falaces. Saben, porque no es posible que lo ignoren, que están haciendo mal su trabajo, que muchos rechazamos su política, que están deteriorando el tejido social de este país. En la marimba, la caja de madera donde se ponen las monedas para dar el cambio, traen los recursos de México. Los vienen echando por la ventana.
Vamos sin luces, con las llantas ponchadas, las ventanas arruinadas, la lámina llena de abolladuras. Pero el chofer no le quiere dar mantenimiento al pesero, aunque su máquina ya tiene doscientos años. (Son diez años, pero parecen muchos más)
La educación, la salud, el empleo para este piloto, son minucias.
Exigimos otra ruta y otro destino. Viajar con cierta tranquilidad. Deseamos que nos escuchen. No queremos esto.
De veras, ya me quiero bajar.
Me quiero bajar
Un día me subí a un pesero en el que casi me da un infarto, pero no me hubiera dado sólo a mí, también a la docena de pasajeros que iba conmigo. Subimos en la base. El conductor, un muchacho con copete de nido de golondrina y lentes polarizados, sostuvo una discusión con otro chofer antes de arrancar. Creo que el otro ganó, pues el joven éste tuvo un ataque de furia que se expresó en la pasión con la que aceleró y rebasó cuanto coche, camión o moto vio a lo largo de las veinte cuadras más sufridas de mi existencia, sin prestar atención a las quejas de su cargamento, ni a los incautos que pasaban a pie cerca de su vehículo.
No hizo paradas, ni para bajar ni para subir pasaje, aunque hubo varios que le hicieron señales para que se detuviera o solicitaron bajar. Tampoco obedeció al semáforo, ni le hizo caso a su chalán, quien venía tan espantado como el resto de la concurrencia. Se inclinó sobre el desmesurado volante de su unidad, como dicen en los noticieros, y se consagró a darle vueltas y vueltas cambiando las velocidades con gesto bronco (le daba a la palanca con la palma de la mano, como si la abofeteara), mientras pisaba enardecidamente el acelerador. Cuando comenzamos a protestar le subió el volumen al radio. Yo miraba por la ventana con gesto, imagino, de pánico, mientras asía el respaldo del asiento de enfrente con toda el alma. Me preguntaba si los que nos veían pasar sospechaban siquiera lo mal que nos estaba yendo.
El tipo se detuvo cuando quiso –cuando se le pasó el berrinche– y le mentó la madre a quienes le reclamaron. Como se veía de armas tomar y tenía en la ventanilla a su izquierda tres desarmadores afilados a guisa de adorno, no le dije nada y me bajé, con la mayoría de las mujeres, por la puerta de atrás. Me quedé con las piernas temblorosas y la bilis derramada, como decía mi abuelita.
Me hizo pensar mucho, el joven. En el azar, que da órdenes fatales e incomprensibles; en la rapidez con la que puede cambiar la vida; en la impotencia. Al principio de nuestro alocado viaje, nadie dijo nada. Nos veíamos unos a otros con una mezcla de resignación e incredulidad. Estábamos esperando, creo, a que él solito se calmara; a que su amigo lo convenciera –sus “¡Bájale, carnal!” no surtieron el menor efecto– o que una patrulla lo detuviera. Sólo después de que un pasajero trató de bajar y el chofer lo ignoró, empezamos a movernos en los asientos, espantados y aturdidos. Unos protestaron, otros los apoyamos, todos chocábamos con todos y las bolsas que estaban en el suelo rodaban hacia delante y hacia atrás: el chofer no se inmutó. La horrible odisea terminó cuando quiso y no pasó a mayores porque tuvimos suerte.
No todos se rebelaron: la mayoría se dejó llevar, en un estado de apatía espantada, hasta el momento en el que, con un enfrenón, la rabieta del multimencionado perdió ímpetu. Ya en la banqueta, algunos de los que viajaron en silencio manifestaron su enojo. Nos separamos y cada quien se fue a su casa con la boca amarga. ¿Qué podíamos hacer?
Desde que Felipe Calderón emprendió su guerra contra el narco, siento que voy en una pesera gigante, del tamaño del país, exactamente que va pendiente abajo, sin frenos y con un chofer que acelera y acelera. Lleva casi veinte mil atropellados. (Corrección: casi veinticinco mil)
Cientos de miles, tal vez millones, nos queremos bajar y el chofer no nos hace caso, porque no sabe escuchar. Viene oyendo su propia propaganda, triunfalista, cursi y patriotera. Dice mentiras, levanta falsos, oculta errores. Afirma que todo lo hace por nosotros, porque quiere que lleguemos a tiempo y que el pasajero que está junto a nosotros es el culpable de cuanto va mal.
Sus chalanes son igualmente falaces. Saben, porque no es posible que lo ignoren, que están haciendo mal su trabajo, que muchos rechazamos su política, que están deteriorando el tejido social de este país. En la marimba, la caja de madera donde se ponen las monedas para dar el cambio, traen los recursos de México. Los vienen echando por la ventana.
Vamos sin luces, con las llantas ponchadas, las ventanas arruinadas, la lámina llena de abolladuras. Pero el chofer no le quiere dar mantenimiento al pesero, aunque su máquina ya tiene doscientos años. (Son diez años, pero parecen muchos más)
La educación, la salud, el empleo para este piloto, son minucias.
Exigimos otra ruta y otro destino. Viajar con cierta tranquilidad. Deseamos que nos escuchen. No queremos esto.
De veras, ya me quiero bajar.
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