Especial para La Jornada
Periódico La Jornada
Martes 10 de agosto de 2010, p. 2
Víctimas del narco saturan anfiteatros
El destino de la mayoría de los cuerpos es la fosa común
En Monterrey tuvieron que rentar un camión frigorífico
La fosa común, destino de decenas de personas víctimas del crimen organizado Sanjuana Martínez
6 de Agosto de 2010. "Aquí no huele a flores. No es un jardín", advierte sin ambages el doctor Eduardo Villagómez Jasso, coordinador del Servicio Médico Forense. Los intensos gases que expiden las cámaras refrigeradas con 75 cuerpos en el anfiteatro del Hospital Universitario de Monterrey ciertamente no son una fragancia dulzona de azucena; más bien se trata de un penetrante olor a muertos, muy cercano al hedor de la putrefacción.
Por el pasillo, don Amado López, encargado de la limpieza, ríe cuando ve el rictus de los visitantes: "Aquí sólo entran los valientes. Hay algunos que no llegan a la sala. Se desmayan antes", dice mientras lanza espray de ambientador con "aroma a bosque", un perfume apenas perceptible ante el tufo a carne podrida que impregna inmediatamente la nariz y penetra en el estómago a gran velocidad.
La sala de disección tiene dos cadáveres desnudos sobre mesas de acero inoxidable: uno a mitad de una autopsia, con las vísceras expuestas y el cráneo abierto, de un hombre corpulento; el otro, aún intacto, es de una mujer de mediana edad. A un lado hay cuchillos, bisturís, tijeras, pinzas con dientes, sierra stryker para serruchar la cabeza, costotomo para abrir las costillas, y agujas con hilo.
El anfiteatro está saturado. En el último mes han encontrado 73 cadáveres en tres narcofosas. Fue necesario rentar un camión frigorífico que permanece estacionado afuera, vigilado por el Ejército Mexicano, para almacenar decenas de cuerpos que nadie reclama. México carece de un sistema nacional de identificación de cadáveres. Los estados trabajan por separado. No hay estadísticas ni fichas o programas computarizados para cruzar información forense con los cientos de denuncias por desaparecidos en el país.
Desde que el presidente Felipe Calderón declaró la guerra al narcotráfico, hace tres años y medio, con un saldo de 28 mil muertos, el trabajo de los anfiteatros se ha incrementado. Abundan los cadáveres NI (no identificado) y particularmente los NR (no reclamado): "algunos tienen nombre y apellidos, pero los familiares temen venir por sus muertos y ser involucrados. Se nos ha incrementado mucho el trabajo", dice el doctor Villagómez Jasso mientras ofrece un recorrido por las salas del anfiteatro junto al jefe del departamento, el doctor Isidro Manuel Juárez.
Ambos médicos forenses están acostumbrados a convivir con la muerte, pero la última temporada ha sido especialmente dura. ¿Qué hacer con tantos cadáveres? La Ley General de Salud es muy clara en los artículos 346 al 350: después de 72 horas, si ningún familiar solicita la entrega de un muerto, pasa automáticamente a la categoría de "no reclamado", a pesar de estar identificado. Luego permanece aproximadamente tres meses en el anfiteatro y finalmente es enterrado en fosa común.
Hallada en narcofosa
Hace un mes, Sonia Clara Villalobos Zurita, de 18 años, salió de su trabajo rumbo a su casa conduciendo su coche. En la avenida Constitución un vehículo la embistió por la parte trasera. Inmediatamente llamó por teléfono a su madre para comentarle que los ocupantes no la dejaban salir de su coche. La llamada se cortó abruptamente.
Su madre denunció la desaparición. Para su triste sorpresa, la semana pasada el cuerpo de Sonia fue encontrado en la narcofosa del relleno sanitario de Villa de Juárez, donde las autoridades extrajeron 51 cadáveres, de 48 hombres y tres mujeres, de entre 18 y 50 años de edad. "Llegaron todos con señas de tortura. Llevaban de cuatro a ocho días enterrados y presentaban diferentes etapas de putrefacción", comenta el doctor Villagómez Jasso. "Las causas de muerte fueron: asfixia por sofocación, lesiones craneoencefálicas, disparos de arma de fuego y contusiones profundas de tórax. Mucha gente ha venido para ver si son sus familiares. Nosotros hacemos los comparativos con las denuncias por desaparición. Es cuando cruzamos la información del cadáver con los familiares."
En Nuevo León, organizaciones de derechos humanos sitúan la cifra de desaparecidos de los últimos tres años en más de 200 personas, incluidos los 38 trabajadores de la refinería de Cadereyta, de Pemex.
La medicina forense busca minuciosamente satisfacer su parte noble. El protocolo exige que a cada cuerpo que ingresa al anfiteatro se le asigne un número de autopsia. A partir de entonces la persona tendrá un expediente con ese número para identificarlo desde que ingresa hasta que sale. El procedimiento se basa en recabar la mayor cantidad de datos sobre el cadáver. Primero, la descripción completa y minuciosa de la ropa, se le toman las huellas dactilares, se recogen cabellos, se le hace un odontograma, se le expide la media filiación y se le practica la autopsia para determinar la causa de la muerte. Finalmente se le toman muestras para el ADN.
"En conjunto todo nos sirve", dice el doctor Villagómez Jasso. “Las señas particulares: cicatrices y tatuajes son importantes también para identificarlos. Hay mucho NI y NR. Por ejemplo, de los 51 cadáveres de la narcofosa, sólo siete han podido ser identificados. Tenemos que tomar en cuenta que la mayoría es gente que está involucrada con el crimen organizado y son de otros estados. Desgraciadamente nuestro mayor problema es que no hay un sistema nacional de identificación de cadáveres, algo que en las actuales circunstancias el gobierno federal debería procurar crear”.
Más fosas comunes
A falta de espacio en los anfiteatros, el número de fosas comunes se ha incrementado en el país, como en cualquier guerra. Esta vez las autoridades eligieron el panteón municipal de Monterrey para enterrar 33 cadáveres. Los trabajadores cavaron una fosa de cuatro metros de profundidad. El olor que expiden los cuerpos en estado de descomposición inunda el lugar conforme se aproxima la camioneta en que los trasladan.
Una decena de trabajadores va bajando cada uno de los cadáveres colocados individualmente en bolsas de plástico gris e identificados con un número. Trabajadores de la Procuraduría de Justicia de Nuevo León palomean en una hoja los números que los enterradores van diciendo en voz alta: "es sólo rutina de inhumación", dice Ana María Pizaña Campos, coordinadora operativa de la procuraduría.
La tumba de los no reclamados, algunos de los cuales además del número tienen identificación, carece de cruz o flores. Sólo podrá ser detectada a través de los mapas del cementerio. A Humberto Garza, que cavó la fosa común, le parece sumamente triste que cada vez más seguido tenga que escarbar para ese fin: "son muertitos que nadie reclama. Es bien gacho. Tal vez por eso se escucha el llanto de una mujer a lo lejos. En 22 años que llevo trabajando aquí nunca había visto nada, pero ya van tres veces que el llanto estremece a todos, ¿verdad?", dice a sus compañeros, quienes asienten con la cabeza.
Ante la desoladora imagen, la funcionaria insiste: "estos cuerpos llevaban tres meses en el anfiteatro y están identificados por servicios periciales. Las diligencias de cada uno obra en las averiguaciones y en los expedientes. Debemos hacer el procedimiento para darles debida sepultura y liberar el anfiteatro".
En una sala más pequeña, el doctor Villagómez Jasso se prepara para realizar una autopsia. Se trata de una mujer. El instrumental está listo. El olor a muerto no lo asusta ni mucho menos su aspecto. Uno de sus ayudantes trae una vasija de plástico con melón cortado a cuadros, que come con diligencia antes de continuar su trabajo. De pronto la camioneta del servicio forense se acerca a la entrada. Dos hombres abren las puertas de par en par y bajan un cuerpo envuelto en una bolsa blanca. Alguien grita: "es un putrefacto". El olor nauseabundo que paraliza la respiración no necesita anuncio. Durante largos minutos el hedor resulta repugnante, pero el personal atiende el hecho como algo rutinario.
"La mayoría son producto de la delincuencia organizada. Antes no era muy alto el índice de fallecidos por arma de fuego, como ahora que se nos ha incrementado desde 2007", comenta el doctor Villagómez Jasso. "Nos han tocado decapitados, desmembrados, entambados donde ya casi no podemos hacer nada porque apenas quedan vestigios de restos humanos, por el ácido que utilizan para desintegrar a las personas."
Reconoce que su trabajo no lo puede realizar cualquiera: "no es lo mismo ver un cuerpo entero a verlo despedazado. Los olores. No es un trabajo fácil. Uno tiene familia y de repente me tocan jóvenes. Tengo un hijo de 14 años y me veo reflejado al pensar que le pudo pasar a él. Luego vuelvo a la realidad y pienso que esto es un trabajo que alguien tiene que realizar. La medicina forense no es sólo la cuestión fea; tiene su parte noble. Nosotros identificamos las causas de la muerte y la identidad de las personas".
La variedad de métodos que actualmente utilizan los sicarios para matar es infinita, así como sus instrumentos para la tortura: "usan machetes, dagas, cimitarras, serruchos. Antes no veíamos esto. Ahora nos asustamos de las aberraciones que comete esta gente. Es terrible. ¿Cómo es posible que un ser humano haga eso con otro? Estos asesinos son gente que no está bien", concluye.
Por el pasillo, don Amado López, encargado de la limpieza, ríe cuando ve el rictus de los visitantes: "Aquí sólo entran los valientes. Hay algunos que no llegan a la sala. Se desmayan antes", dice mientras lanza espray de ambientador con "aroma a bosque", un perfume apenas perceptible ante el tufo a carne podrida que impregna inmediatamente la nariz y penetra en el estómago a gran velocidad.
La sala de disección tiene dos cadáveres desnudos sobre mesas de acero inoxidable: uno a mitad de una autopsia, con las vísceras expuestas y el cráneo abierto, de un hombre corpulento; el otro, aún intacto, es de una mujer de mediana edad. A un lado hay cuchillos, bisturís, tijeras, pinzas con dientes, sierra stryker para serruchar la cabeza, costotomo para abrir las costillas, y agujas con hilo.
El anfiteatro está saturado. En el último mes han encontrado 73 cadáveres en tres narcofosas. Fue necesario rentar un camión frigorífico que permanece estacionado afuera, vigilado por el Ejército Mexicano, para almacenar decenas de cuerpos que nadie reclama. México carece de un sistema nacional de identificación de cadáveres. Los estados trabajan por separado. No hay estadísticas ni fichas o programas computarizados para cruzar información forense con los cientos de denuncias por desaparecidos en el país.
Desde que el presidente Felipe Calderón declaró la guerra al narcotráfico, hace tres años y medio, con un saldo de 28 mil muertos, el trabajo de los anfiteatros se ha incrementado. Abundan los cadáveres NI (no identificado) y particularmente los NR (no reclamado): "algunos tienen nombre y apellidos, pero los familiares temen venir por sus muertos y ser involucrados. Se nos ha incrementado mucho el trabajo", dice el doctor Villagómez Jasso mientras ofrece un recorrido por las salas del anfiteatro junto al jefe del departamento, el doctor Isidro Manuel Juárez.
Ambos médicos forenses están acostumbrados a convivir con la muerte, pero la última temporada ha sido especialmente dura. ¿Qué hacer con tantos cadáveres? La Ley General de Salud es muy clara en los artículos 346 al 350: después de 72 horas, si ningún familiar solicita la entrega de un muerto, pasa automáticamente a la categoría de "no reclamado", a pesar de estar identificado. Luego permanece aproximadamente tres meses en el anfiteatro y finalmente es enterrado en fosa común.
Hallada en narcofosa
Hace un mes, Sonia Clara Villalobos Zurita, de 18 años, salió de su trabajo rumbo a su casa conduciendo su coche. En la avenida Constitución un vehículo la embistió por la parte trasera. Inmediatamente llamó por teléfono a su madre para comentarle que los ocupantes no la dejaban salir de su coche. La llamada se cortó abruptamente.
Su madre denunció la desaparición. Para su triste sorpresa, la semana pasada el cuerpo de Sonia fue encontrado en la narcofosa del relleno sanitario de Villa de Juárez, donde las autoridades extrajeron 51 cadáveres, de 48 hombres y tres mujeres, de entre 18 y 50 años de edad. "Llegaron todos con señas de tortura. Llevaban de cuatro a ocho días enterrados y presentaban diferentes etapas de putrefacción", comenta el doctor Villagómez Jasso. "Las causas de muerte fueron: asfixia por sofocación, lesiones craneoencefálicas, disparos de arma de fuego y contusiones profundas de tórax. Mucha gente ha venido para ver si son sus familiares. Nosotros hacemos los comparativos con las denuncias por desaparición. Es cuando cruzamos la información del cadáver con los familiares."
En Nuevo León, organizaciones de derechos humanos sitúan la cifra de desaparecidos de los últimos tres años en más de 200 personas, incluidos los 38 trabajadores de la refinería de Cadereyta, de Pemex.
La medicina forense busca minuciosamente satisfacer su parte noble. El protocolo exige que a cada cuerpo que ingresa al anfiteatro se le asigne un número de autopsia. A partir de entonces la persona tendrá un expediente con ese número para identificarlo desde que ingresa hasta que sale. El procedimiento se basa en recabar la mayor cantidad de datos sobre el cadáver. Primero, la descripción completa y minuciosa de la ropa, se le toman las huellas dactilares, se recogen cabellos, se le hace un odontograma, se le expide la media filiación y se le practica la autopsia para determinar la causa de la muerte. Finalmente se le toman muestras para el ADN.
"En conjunto todo nos sirve", dice el doctor Villagómez Jasso. “Las señas particulares: cicatrices y tatuajes son importantes también para identificarlos. Hay mucho NI y NR. Por ejemplo, de los 51 cadáveres de la narcofosa, sólo siete han podido ser identificados. Tenemos que tomar en cuenta que la mayoría es gente que está involucrada con el crimen organizado y son de otros estados. Desgraciadamente nuestro mayor problema es que no hay un sistema nacional de identificación de cadáveres, algo que en las actuales circunstancias el gobierno federal debería procurar crear”.
Más fosas comunes
A falta de espacio en los anfiteatros, el número de fosas comunes se ha incrementado en el país, como en cualquier guerra. Esta vez las autoridades eligieron el panteón municipal de Monterrey para enterrar 33 cadáveres. Los trabajadores cavaron una fosa de cuatro metros de profundidad. El olor que expiden los cuerpos en estado de descomposición inunda el lugar conforme se aproxima la camioneta en que los trasladan.
Una decena de trabajadores va bajando cada uno de los cadáveres colocados individualmente en bolsas de plástico gris e identificados con un número. Trabajadores de la Procuraduría de Justicia de Nuevo León palomean en una hoja los números que los enterradores van diciendo en voz alta: "es sólo rutina de inhumación", dice Ana María Pizaña Campos, coordinadora operativa de la procuraduría.
La tumba de los no reclamados, algunos de los cuales además del número tienen identificación, carece de cruz o flores. Sólo podrá ser detectada a través de los mapas del cementerio. A Humberto Garza, que cavó la fosa común, le parece sumamente triste que cada vez más seguido tenga que escarbar para ese fin: "son muertitos que nadie reclama. Es bien gacho. Tal vez por eso se escucha el llanto de una mujer a lo lejos. En 22 años que llevo trabajando aquí nunca había visto nada, pero ya van tres veces que el llanto estremece a todos, ¿verdad?", dice a sus compañeros, quienes asienten con la cabeza.
Ante la desoladora imagen, la funcionaria insiste: "estos cuerpos llevaban tres meses en el anfiteatro y están identificados por servicios periciales. Las diligencias de cada uno obra en las averiguaciones y en los expedientes. Debemos hacer el procedimiento para darles debida sepultura y liberar el anfiteatro".
En una sala más pequeña, el doctor Villagómez Jasso se prepara para realizar una autopsia. Se trata de una mujer. El instrumental está listo. El olor a muerto no lo asusta ni mucho menos su aspecto. Uno de sus ayudantes trae una vasija de plástico con melón cortado a cuadros, que come con diligencia antes de continuar su trabajo. De pronto la camioneta del servicio forense se acerca a la entrada. Dos hombres abren las puertas de par en par y bajan un cuerpo envuelto en una bolsa blanca. Alguien grita: "es un putrefacto". El olor nauseabundo que paraliza la respiración no necesita anuncio. Durante largos minutos el hedor resulta repugnante, pero el personal atiende el hecho como algo rutinario.
"La mayoría son producto de la delincuencia organizada. Antes no era muy alto el índice de fallecidos por arma de fuego, como ahora que se nos ha incrementado desde 2007", comenta el doctor Villagómez Jasso. "Nos han tocado decapitados, desmembrados, entambados donde ya casi no podemos hacer nada porque apenas quedan vestigios de restos humanos, por el ácido que utilizan para desintegrar a las personas."
Reconoce que su trabajo no lo puede realizar cualquiera: "no es lo mismo ver un cuerpo entero a verlo despedazado. Los olores. No es un trabajo fácil. Uno tiene familia y de repente me tocan jóvenes. Tengo un hijo de 14 años y me veo reflejado al pensar que le pudo pasar a él. Luego vuelvo a la realidad y pienso que esto es un trabajo que alguien tiene que realizar. La medicina forense no es sólo la cuestión fea; tiene su parte noble. Nosotros identificamos las causas de la muerte y la identidad de las personas".
La variedad de métodos que actualmente utilizan los sicarios para matar es infinita, así como sus instrumentos para la tortura: "usan machetes, dagas, cimitarras, serruchos. Antes no veíamos esto. Ahora nos asustamos de las aberraciones que comete esta gente. Es terrible. ¿Cómo es posible que un ser humano haga eso con otro? Estos asesinos son gente que no está bien", concluye.
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