UNAM: 100 años
Editorial La Jornada
El 22 de septiembre de 1910, dos meses antes del comienzo de la Revolución Mexicana, Justo Sierra encabezó la inauguración de la Universidad Nacional, heredera de la Real y Pontificia Universidad de México, la cual, a su vez, tenía tras de sí tres siglos y medio de acumulación de conocimientos y cultura. Es inquietante y significativo de la circunstancia actual de México que el centenario de la máxima casa de estudios haya pasado prácticamente inadvertido para una oficialidad volcada a convertir en fiesta dispendiosa e insustancial las conmemoraciones de las gestas insurreccionales iniciadas en 1810 y 1910. A pesar de esa omisión inexcusable, la sociedad mexicana tiene sobrados motivos para festejar el primer siglo de su principal institución de educación media superior y superior, que es, por añadidura, el más importante centro de investigación, reflexión y de encuentro entre el país y el mundo, así como uno de los principales faros de difusión cultural y científica y una de las salvaguardas fundamentales del patrimonio histórico común
Si hubiera que reducir a la UNAM a unas cuantas cifras esenciales, tendrían que anotarse, entre otras, las siguientes: 314 mil alumnos, 35 mil académicos, tres mil 500 investigadores, 2 mil edificios, 139 bibliotecas, 56 mil computadoras conectadas en red, 18 museos, otros tantos recintos históricos, un canal de televisión y una estación de radio, una casa editora de miles de libros y de cientos de publicaciones periódicas, así como una Ciudad Universitaria que ha sido declarada por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad. Más allá de los activos, en la institución se imparten 85 licenciaturas y operan 40 programas de posgrado, con 83 planes de estudio para maestría y doctorado, así como 34 programas de especialización con 189 orientaciones. Prácticamente no hay un ámbito del conocimiento universal en el que la máxima casa de estudios no tenga especialistas de primer nivel, desde los estudios medievales hasta la nanotecnología, pasando por las ciencias jurídicas, la odontología y la informática.
Además de su dimensión académica, esta institución ha sido espacio de análisis y debate para los principales movimientos sociales y las propuestas de transformación nacional e internacional. Mención especial merece el movimiento estudiantil de 1968, gestado principalmente en la UNAM y en el Instituto Politécnico Nacional, que prefiguró, así haya sido en forma trágica, los avances democráticos experimentados por el país en años posteriores. Al mismo tiempo, la UNAM ha fungido como un elemento inapreciable de superación personal en lo individual y de movilidad social en lo colectivo, y ha permitido que millones de estudiantes de origen humilde, hijos de campesinos, de obreros y de pequeños comerciantes, ingresaran a la clase media, fenómenos que a su vez abonaron la estabilidad política y la gobernabilidad durante largas décadas.
Por otra parte, la Universidad Nacional ha ofrecido trabajo y refugio a miles de profesionistas extranjeros: españoles republicanos obligados a salir de su país por la barbarie franquista; centro y sudamericanos que llegaron a México huyendo de las dictaduras militares; profesionistas de Europa del este expulsados por las convulsiones económicas, políticas y bélicas que siguieron al derrumbe del Pacto de Varsovia y de la Unión Soviética. Esa apertura, congruente con la tradición de asilo que caracterizó a nuestro país, no sólo abrió nuevas perspectivas vitales y profesionales a incontables ciudadanos del mundo, sino enriqueció el quehacer académico y cultural de México.
A pesar de su vastedad y de su evidente utilidad institucional, la UNAM se encuentra, desde hace un par de décadas, sometida a una inocultable animadversión del poder público, el cual, desde antes de la alternancia presidencial de 2000 y hasta la fecha, concibe a la educación con estrechos criterios de rentabilidad inmediata e ignora la importancia de una enseñanza pública de calidad. La principal expresión de esa hostilidad –aunque no la única– ha sido el permanente acoso presupuestal de autoridades empeñadas en transferir las responsabilidades educativas del Estado a operadores privados.
La preservación de la institución y su defensa ante esta adversidad requiere del concurso de toda la sociedad, porque una degradación de la máxima casa de estudios sería una pérdida gravísima para el país en términos educativos, culturales, teconológicos, de desarrollo científico y humano, de soberanía, de estabilidad y de civilización. Larga vida a la UNAM.
Si hubiera que reducir a la UNAM a unas cuantas cifras esenciales, tendrían que anotarse, entre otras, las siguientes: 314 mil alumnos, 35 mil académicos, tres mil 500 investigadores, 2 mil edificios, 139 bibliotecas, 56 mil computadoras conectadas en red, 18 museos, otros tantos recintos históricos, un canal de televisión y una estación de radio, una casa editora de miles de libros y de cientos de publicaciones periódicas, así como una Ciudad Universitaria que ha sido declarada por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad. Más allá de los activos, en la institución se imparten 85 licenciaturas y operan 40 programas de posgrado, con 83 planes de estudio para maestría y doctorado, así como 34 programas de especialización con 189 orientaciones. Prácticamente no hay un ámbito del conocimiento universal en el que la máxima casa de estudios no tenga especialistas de primer nivel, desde los estudios medievales hasta la nanotecnología, pasando por las ciencias jurídicas, la odontología y la informática.
Además de su dimensión académica, esta institución ha sido espacio de análisis y debate para los principales movimientos sociales y las propuestas de transformación nacional e internacional. Mención especial merece el movimiento estudiantil de 1968, gestado principalmente en la UNAM y en el Instituto Politécnico Nacional, que prefiguró, así haya sido en forma trágica, los avances democráticos experimentados por el país en años posteriores. Al mismo tiempo, la UNAM ha fungido como un elemento inapreciable de superación personal en lo individual y de movilidad social en lo colectivo, y ha permitido que millones de estudiantes de origen humilde, hijos de campesinos, de obreros y de pequeños comerciantes, ingresaran a la clase media, fenómenos que a su vez abonaron la estabilidad política y la gobernabilidad durante largas décadas.
Por otra parte, la Universidad Nacional ha ofrecido trabajo y refugio a miles de profesionistas extranjeros: españoles republicanos obligados a salir de su país por la barbarie franquista; centro y sudamericanos que llegaron a México huyendo de las dictaduras militares; profesionistas de Europa del este expulsados por las convulsiones económicas, políticas y bélicas que siguieron al derrumbe del Pacto de Varsovia y de la Unión Soviética. Esa apertura, congruente con la tradición de asilo que caracterizó a nuestro país, no sólo abrió nuevas perspectivas vitales y profesionales a incontables ciudadanos del mundo, sino enriqueció el quehacer académico y cultural de México.
A pesar de su vastedad y de su evidente utilidad institucional, la UNAM se encuentra, desde hace un par de décadas, sometida a una inocultable animadversión del poder público, el cual, desde antes de la alternancia presidencial de 2000 y hasta la fecha, concibe a la educación con estrechos criterios de rentabilidad inmediata e ignora la importancia de una enseñanza pública de calidad. La principal expresión de esa hostilidad –aunque no la única– ha sido el permanente acoso presupuestal de autoridades empeñadas en transferir las responsabilidades educativas del Estado a operadores privados.
La preservación de la institución y su defensa ante esta adversidad requiere del concurso de toda la sociedad, porque una degradación de la máxima casa de estudios sería una pérdida gravísima para el país en términos educativos, culturales, teconológicos, de desarrollo científico y humano, de soberanía, de estabilidad y de civilización. Larga vida a la UNAM.
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