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He visto Holiday on Ice, fatigado (gran verbo), los espectáculos de Orlando, sufrido los desfiles horrendos de Disney, visto sin ver la inauguración de las Olimpiadas y el Mundial del Futbol, y lamentado (ah, la voz pasiva) la carnavalada del Centenario y el Bicentenario
Abro esta crónica con una confesión: los desfiles logran en mí un efecto anestésico. Sabía que algo así podía ocurrirme, perder la conciencia viendo (ah, el gerundio) una parada delirante. He visto Holiday on Ice, fatigado (gran verbo), los espectáculos de Orlando, sufrido los desfiles horrendos de Disney, visto sin ver la inauguración de las Olimpiadas y el Mundial del Futbol, y lamentado (ah, la voz pasiva) la carnavalada del Centenario y el Bicentenario.
A las seis de la tarde la amenaza de lluvia se había retirado del cielo de la ciudad y al pie del Ángel una modesta multitud tomaba su lugar detrás de las vallas. Las autoridades locales y federales lograron convencer a la sociedad de la capital con sus estrictas medidas de seguridad de que, más que celebrar el aniversario del Grito de Dolores y el principio de la Independencia, la ciudad esperaba un cruento ataque de fuerzas enemigas: cantidades industriales de policías, vallas, retenes, blindaje de veinte kilómetros. Siempre hay cosas que nos hacen pensar que vivimos dentro de un gran manicomio. El secretario de Seguridad Pública, Manuel Mondragón, pidió a los capitalinos ver la conmemoración por la televisión, el gobierno federal invitó con llamadas telefónicas a los ciudadanos a celebrar en sus casas. Para llegar a este día pasaron varios años, suficientes para demostrar no pocas ineptitudes administrativas, históricas, burocráticas; se nombró a por lo menos cuatro o cinco directores de la celebración del Centenario y el Bicentenario, se contrató a un genio australiano, se pasearon los huesos de los próceres; en fin, un torrente. Todo esto ha terminado en un mensaje: nos hemos gastado casi 4 mil millones de pesos, tiramos la casa por la ventana, pero, por favor, vea el Grito por la televisión y en la comodidad de su hogar porque en las calles el cupo es limitado. Pues lo hubieran montado todo en un foro televisivo y ya estamos, más barato, más rating, más seguridad para la población. ¿No estamos todos locos?
Algo de todo esto pensé cuando un contingente de jóvenes con nopales en la cabeza pasaba frente a mis ojos. No supe entender los carros alegóricos de cada uno de los segmentos que han dirigido artistas mexicanos bajo la coordinación de un megaartista australiano: confundo a Quetzalcóatl con los extraterrestres, a los chinacos con agentes de la Mara Salvatrucha, a los mitos indígenas con el futuro y la prosperidad de nuestro futuro. Reconozco que es una incapacidad mía y no de los grandes artistas que pintaron los cuerpos morenos de unos señores que caminaban en zancos. Los títeres me gustan, pero estas mojigangas me inspiran raras ideas: espectros, fantasmas, zombies. No sabría decir mucho más de este desfile porque los creadores tampoco supieron cómo hacerlo; antes de unas chalupas floreadas pasaron unos marcianitos, y mucho antes unos personajes salidos de un manicomio, aunque llevaban estetoscopios al cuello. Después, de la nada, emergieron unos barrenderos biónicos incomprensibles. ¿Por qué barrenderos antes de unos soldados de la corona española? Pregúntenle al australiano. Unos panaderos y enseguida la rotativa de un diario. ¿Pan y periódicos? Dios, ¿cómo saberlo?
Mientras camino entre la gente que se agrupa en avenida Reforma, me pregunto por las más viejas crónicas de hace 200 años. A unos pasos de este lugar, en un día como éste, el 9 de septiembre de 1810, un ajetreo de fiesta nacional se adueñaba de los paseos de la Alameda y Bucareli. El repique de campanas retumbaba hasta los canales y cortaduras, congregaba a una multitud asombrada, a una aristocracia alegre y compacta que desfilaba en sus carrozas por el paseo público de gala. El regimiento de los dragones rodea la Plaza de Armas, la artillería saluda con descargas; vítores y aclamaciones nutren la ambiciosa ceremonia de virrey, la plebe se acercaba a curiosear por los alrededores del festejo. Desde los balcones del Palacio Real, momentos después del besamanos, Real Audiencia, cuerpos de la nobleza, tribunales y otros notables observaban desde lo alto el destape de la enorme estatua de Carlos IV, El Caballito, obra con que Manuel Tolsá eternizó la figura del rey adornada con vestiduras romanas del imperio. El virrey ordenó que se iluminara la ciudad durante tres noches novohispanas, símbolo celebratorio de admiración al monarca. El bronce y la ostentación son el patrimonio de la fiesta; el optimismo y el júbilo, el homenaje que la Colonia le rendía a España. No sobra agregar que entonces no había televisión.
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