26 Ene. 12
• Verdades evidentes
A cualquiera que se interese en el núcleo duro del proceso político en México y el mundo, le resultará evidente que hoy la autoridad gubernamental a duras penas puede controlar las conductas de las grandes concentraciones de capital y, en ocasiones, ni eso. En nuestro país, un ejemplo es el caso de la Comisión Federal de Competencia (CFC), cuyo presidente declaró, como forma de pedir auxilio, que los dos gigantes que dominan la televisión abierta en México -Televisa y Televisión Azteca, que concentran el 94.4% de la audiencia- le presionaban para que aprobara la unión de ambas televisoras en Iusacell para ofrecer el llamado "cuádruple play" (telefonía fija, móvil, televisión e internet). Sin embargo, una vez tomada la decisión, la CFC se quedó muda, parecía que en vez de regir quería pasar desapercibida.
La Constitución mexicana prohíbe la existencia de monopolios y prácticas monopólicas. Sin embargo, lo que hoy intenta el gobierno ya no es que se cumpla con la norma, sino apenas contener o desacelerar el avance de un proceso monopólico muy agresivo.
• De soldado a jefe del jefe
En sus orígenes, la industria de la televisión mexicana estaba claramente subordinada a la voluntad presidencial, centro de un régimen político autoritario. En una célebre declaración, Emilio Azcárraga Milmo afirmó "Soy soldado del PRI y del presidente" (citado por Carlos Monsiváis, Proceso, 20 de abril, 1997, p. 58). Como bien lo explican Claudia Fernández y Andrew Paxman, el ser soldado del PRI y del Presidente significaba entonces, ente otras cosas, la subordinación total del contenido de los noticieros de Televisa a las necesidades políticas del régimen hasta llegar a la desinformación -sobre todo en tiempos electorales-, en una sociedad donde las mayorías sólo se informan de política por la televisión. Esa relación de subordinación le resultó extraordinariamente fructífera a la televisión pero fue a costa del interés nacional (El Tigre. Emilio Azcárraga y su imperio Televisa, México: Grijalbo-Mondadori, 2001, pp. 381-417 y 483-510).
La situación anterior ha sufrido un gran cambio, de casi 180 grados, en los últimos 20 años. De soldado, el consorcio televisivo se convirtió en general y comandante en jefe del gobierno. Hoy el subordinado es el Estado. Y es que el sometimiento original de los grandes monopolios mexicanos a la voluntad presidencial experimentó un cambio notable cuando coincidieron dos procesos, uno local y otro mundial: la caída del sistema priista y el triunfo mundial de la lógica del mercado, la privatización, la desregulación neoliberal y el consecuente aumento de los excluidos y de la concentración de la riqueza a nivel global. El resultado ha sido lo que vivimos hoy en México (y en otros países, notablemente Estados Unidos), donde el Estado ha perdido mucho de su antiguo control, y en ocasiones todo, sobre las grandes concentraciones de capital. El resultado final es que la sociedad -ese 99% del que hablan los "indignados" y los "occupy Wall Street"- se ha quedado más desprotegida de lo que ya estaba.
• La teoría
En la ciencia política tradicional se desarrolló un enfoque para examinar la relación Estado-sociedad, que solía colocar al Estado en el extremo superior de un espectro de distribución del poder y a la masa ciudadana en el otro. Y para explicar la relación entre la poderosa maquinaria política y burocrática estatal y la multitud de individuos aislados, casi inermes, se ponía el acento en el espacio intermedio, ocupado por las organizaciones que servían para unir y mediar entre ambos extremos: partidos, ONG, iglesias, etcétera. Así, en un sistema democrático, una sociedad civil fuerte se movilizaba para impedir que el Estado avasallara a la sociedad y para que el ciudadano hiciera llegar sus demandas a las instituciones de gobierno y vigilara su cumplimiento. En contraste, en el sistema totalitario, el Estado impedía la creación de organizaciones ciudadanas independientes y en cambio creaba las corporaciones, desde sindicatos hasta clubes deportivos, pasando por empresas, instituciones educativas, culturales, etcétera, que le servían para controlar y manipular toda la vida social. En algún punto intermedio, combinando características de los dos modelos básicos, se encontraba el régimen autoritario, como ese que dominó en México en el siglo del PRI. Pues bien, ese enfoque tradicional donde el gran aparato estatal se encontraba en el extremo de la mayor concentración de poder, ya no explica bien lo que está aconteciendo en el siglo XXI, al menos no en México.
Un historiador inglés y uno de los grandes intelectuales públicos de nuestra época, Tony Judt, sugiere un cambio en el modelo Estado-sociedad clásico. En un ensayo publicado en 1997, Judt indicó que para entender la situación actual debemos colocar al Estado ya no en la cima del espectro de la distribución del poder, sino apenas en el medio. Y es que a partir del triunfo en la Guerra Fría del capitalismo global, en muchos países el Estado ha perdido tanto terreno que ha sido degradado dentro de la estructura nacional e internacional del poder. Por esa razón muchos gobiernos son ya meros intermediarios entre las grandes concentraciones privadas de poder económico y una sociedad que impotente ve cómo se está destejiendo la red de protección de las mayorías que alguna vez se tejió al dar forma al Estado benefactor (Reappraisals. Reflections on the forgotten twentieth century, Nueva York: Penguin, 2008, pp. 423-424).Judt no está cierto del destino final del proceso anterior, pero le ve serias fallas. Admite lo obvio, que el Estado siempre será un mal administrador, pero sostiene que el mercado, sobre todo el global, no es la vía para enfrentar demandas como la salud pública, la educación, la cultura, la protección del medio ambiente, la infraestructura, etcétera. Dejado a su propio arbitrio, la libre circulación de bienes y capitales desemboca en una concentración excesiva de recursos en manos privadas y se convierte en una amenaza a la libertad, a la democracia, a los derechos sociales adquiridos y a la armonía colectiva. Hoy el Estado es la principal defensa del individuo frente a la creciente fuerza del capital y a lo impredecible del actual proceso de cambio.
Si finalmente se acepta que el Estado se degrade hasta quedar como una entidad semiimpotente, como pareciera indicar su evolución en México, terminaría por ser un problema incluso para los ganadores del proceso. Tarde o temprano, la tendencia oligárquica a la concentración de los beneficios y privilegios acabará con lo que queda de legitimidad de un orden político donde la justicia formal y la sustantiva brillen por su ausencia.
• La experiencia Durante buena parte del siglo XIX, la sociedad mexicana vivió los efectos de un Estado pobre, inútil y corrupto; repetir en el siglo XXI esa experiencia es inaceptable. En aquel periodo histórico, la debilidad del Estado redundó en el fortalecimiento de los cacicazgos locales, en debilidad frente al enemigo externo, ascenso del bandidaje y la inseguridad, deterioro de la infraestructura, imposibilidad de planear las inversiones de largo plazo, impotencia de la legalidad, desconfianza del futuro, polarización social y, finalmente, la pérdida de la oportunidad histórica de disminuir la distancia que nos separaba de los países que entonces marcaron la dirección y ritmo del desarrollo.
Hoy ya se dejan sentir las desventajas crecientes para el grueso de los mexicanos de un Estado que no puede tener un fisco fuerte, que no es capaz de cumplir con su papel de proveedor de servicios públicos de calidad, que es inepto para poner límites efectivos al crimen organizado, que no puede hacer frente con eficiencia a emergencias ambientales -la sequía o las inundaciones, por ejemplo- y que en su defensa del interés de la mayoría es puesto contra las cuerdas por los intereses monopólicos de una minoría que, en la práctica y como bien se ha señalado, "no tiene llenaderas" ni visos de autocontrol.
• En conclusión
El triunfo del capitalismo del mercado global sobre cualquiera de sus alternativas ha tenido como consecuencia el debilitamiento del Estado al punto que en México ya ni siquiera puede desempeñar aceptablemente el modesto papel de institución intermedia que defiende los intereses del individuo cada vez más impotente frente al creciente poderío de las concentraciones monopólicas. Revigorizar al Estado, hacerlo eficiente y dedicarlo a velar por las mayorías, es hoy un acto de defensa propia del ciudadano y bandera y razón de ser de la izquierda.
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