Por Jean Robert
El espectro de la “crisis”, ya se hizo
sombra sobre la tierra que los hombres pisan todos los días. Aterrizó y
la angustiante lucha por el hoy tomó el lugar de las preocupaciones por
el mañana. Pero ni siquiera ahí arriba causa el estupor y el sálvese
quien pueda de los primeros días. Después de la fase aguda que fue la
“crisis” en el sentido literal de “encrucijada”, vino la fase crónica
y la adaptación a lo que sea. “A lo que sea”: expresión cargada de
malos agüeros. Dejando de ser una amenaza en el cielo de mañanas
inciertas, la crisis se arraigó en el suelo, bajo los pies de cada vez
más personas. Es, hoy, totalmente, aquí abajo y ahora.
Cuando se compara la catástrofe destructora de patrimonios por la
que atravesamos con un desastre natural, se comete lo que los lingüistas
llaman una metáfora coja.
En su fase aguda, la crisis
no fue ni un terremoto, ni una tormenta, ni, menos, un tsunami aun si,
no sólo los periodistas sino los más famosos matemáticos de las finanzas
hablaron de un tsumani financiero. En realidad, el frente de la batalla
en la que unos ganaron y muchos perdieron, en que pocos siguen jugando y
cada vez más sufren, en que muchos resultan heridos y no pocos mueren
no es comparable con una catástrofe natural como un sismo, un huracán o
una sequía. Entonces, ¿es una guerra, como lo sugerí cuando hablé de
“frente de batalla”? Pido disculpas: fue otra metáfora coja. El
escenario donde la crisis nos
cayó desde arriba no es exactamente el teatro de las guerras, por lo
menos, no en primera instancia, no en su origen.
Ni catástrofe natural ni verdadera guerra, la crisis
económica se inició en un tercer frente cuyos movimientos primordiales
no se originan en la naturaleza, ni en la violencia brutal, sino en la
imaginación colectiva. Cuando el imaginario popular se deja contaminar
por los sueños de arriba, se instaura una falsa paz. Es evocando ese
tercer frente, ni catástrofe natural ni propiamente hablando guerra, que
el pintor Francisco Goya escribió: “el sueño de la razón engendra
monstruos”. Iván Illich escribió al respecto:
Mucho sufrimiento ha sido siempre obra del hombre mismo. La
historia es un largo catálogo de esclavitud y explotación, contado
habitualmente en las epopeyas de conquistadores o en las elegías de las
víctimas. La guerra estuvo en las entrañas de este cuento, guerra y
pillaje, hambre y peste que vinieron inmediatamente después. Pero no fue
hasta los tiempos modernos que los efectos secundarios no deseables,
materiales, sociales y psicológicos de las llamadas empresas pacíficas
empezaron a competir en poder destructivo, con la guerra1.
Según Illich, las devastaciones provocadas por los efectos de
“empresas pacíficas” deben distinguirse, por un lado, de los daños
provocados por violencias naturales y, por otro, de la esclavitud, el
pillaje y la explotación causadas por la codicia de hombres que pueden
ser vecinos. El origen de las guerras económicas no es un frente de
guerra sino un sueño de la razón.
La naturaleza y el vecino son sólo dos de las tres fronteras con
las que debe habérselas el hombre. Siempre se ha reconocido un tercer
frente en el que puede amenazar el destino. Para mantener su viabilidad,
el hombre debe también sobrevivir a sus sueños, que el mito ha modelado
y controlado. Ahora, la sociedad debe desarrollar programas para hacer
frente a los deseos irracionales de sus miembros más dotados. Hasta la
fecha, el mito ha cumplido la función de poner límites a la
materialización de sus sueños de codicia, de envidia y de crimen. El
mito ha dado seguridad al hombre común que está a salvo en esta tercera
frontera si se mantiene dentro de sus límites. El mito ha garantizado el
desastre para esos pocos que tratan de sobrepasar a los dioses.2
En otras obras, Illich argumenta que los mitos tradicionales
mantienen la proporcionalidad entre el individuo y su comunidad, entre
ésa y la naturaleza. El desastre provocado por los que “tratan de
sobrepasar a los dioses” es, hoy, el monstruo engendrado por un sueño de
la razón: espejismo de poder sin límite, voluntad desproporcionada de
saber, riqueza desarraigada de todo control comunitario, sueño de
ubicuidad. Los mitos contenían esas locuras en los dos sentidos de la
palabra contener: eran narraciones sobre héroes y hombres locos que
jugaban a ser dioses, pero al mismo tiempo impedían que esas locuras
contaminaran al conjunto de la sociedad. Al contener la desproporción,
los mitos le asignaban un lugar fuera del sentido común que guiaba la
conducta de los hombres verdaderos. Lo que vivimos ahora es el efecto de
sueños de poder desproporcionados y de omnisciencia desencadenados de
sus ataduras tradicionales. Al caer sobre la
tierra como desechos, amenazan el sentido común de la gente, que es
percepción de la proporción, de la escala, de la justa importancia de
las cosas y de los límites de las fuerzas propias.
Cuando los que manejan la máquina económica desde las alturas prometen la recuperación de la Economía,
lo que quieren recuperar es la confianza que alguna vez se les tuvo.
Por eso prometen devolvernos un mundo “como el mundo de antes”. Omiten
decir “un mundo más sombrío, triste, controlado y aburrido, más
desesperado”. Y con más miseria también. Según ellos, este mundo
recuperado será un mundo en él que los de abajo tendrán que hacer más
sacrificios para “salvar la Economía”.
En éste mundo recuperado, lo que fue una vez una pobreza digna y
asumida porque era dueña de sus medios de subsistencia, se reprimiría
aun más impunemente que antes.
Decir pobres dignos y dueños de
sus medios de subsistencia es decir pobres dueños de sus territorios.
Es decir también gente de abajo capaz de sobrellevar las crisis y de
sobrevivir a la nueva normalidad, porque su subsistencia no depende
totalmente de la producción capitalista, ni de sus redes de distribución
de las mercancías marginalmente comestibles (que la gente de ciudad
tiene que comprar en los supermercados). En muchas partes de México, los
pobres empiezan a usar un nuevo concepto para diferenciar la pobreza
digna de la miseria. Es el concepto de territorialidad.
A lo mejor, muchos no saben que,
con ello, están inventando un potente concepto analítico nuevo para
hablar de una vieja realidad que tiene que ver con el cultivo, la
cultura, las costumbres y también la hospitalidad y, por supuesto, la
subsistencia, palabra deshonrada por el mal uso que le dieron los
lingüistas y economistas “de arriba”.
La reivindicación de la territorialidad
va mucho más allá del clásico reclamo por la tierra. Un campesino
individual necesita una tierra si quiere seguir cultivando. Una
comunidad requiere un territorio con su agua, sus bosques o sus
matorrales, con sus horizontes, su percepción de “lo nuestro” y de “lo
otro”, es decir de sus límites, pero también con las huellas de sus
muertos, sus tradiciones y su sentido de lo que es la buena vida, con
sus fiestas, su manera de hablar, sus lenguas o giros, hasta sus maneras
de caminar. Su cosmovisión. La territorialidad no es un nuevo
chovinismo, no es un llamado a encerrarse en un santuario de tradiciones
puras e inamovibles, y menos a meterse en un gueto, temerosos, al modo
de los de arriba en sus fortalezas campestres y sus
residencias con albercas y canchas, o como los del medio, agazapados en
sus condominios, fraccionamientos, campos de concentración para ricos
venidos a menos o pobres que tratan de lanzarse al asalto de la pirámide
social.
Los que diseñan esas residencias campestres amuralladas, esos
guetos clasemedieros y campos de concentración para burócratas y obreros
merecedores, los que fraccionan el campo antes y los que los pueblan
después son todos, lo quieran o no, reinas, alfiles, caballos o peones
en el tablero de una despiadada contienda territorial.
La territorialidad
rechaza la lógica de esta guerra. Es arraigamiento, apego al suelo y a
la tierra nodriza, respeto de las tradiciones y capacidad de
transformarlas en forma tradicional. Es capacidad de subsistir a pesar
de los embates del mercado capitalista. Es reflexión crítica sobre el
hoy y el aquí que viene de abajo. La imposición desde arriba de
residencias diseñadas para permanecer ajenas al lugar que ocuparán y
construidas después de que los trascavos hayan borrados todas las
huellas de vidas pasadas es el contrario exacto de la territorialidad.
Hoy en día, este contrario de la territorialidad se llama desarrollo
urbano y se enseña en las universidades como diseño arquitectónico.
Las guerras territoriales modernas no dicen su nombre. Se disfrazan
atrás de eufemismos: el ya mencionado diseño urbano, el urbanismo, la
planificación, con sus cartas urbanas y reglamentos, la extensión, a
manera de brazos de estrella de mar que proliferan desde los centros
urbanos, de servicios de transporte, de agua, de salud, educación y de
diversión. De clubs de golf, de “juegos de números” que son casinos
disfrazados, de hoteles donde los cuartos se rentan por hora, de voraces
mega-tiendas. El diseño urbano se ha transformado en una especie de
roza y quema cuyo instrumento es el trascavo. Lo que luego se edifica en
el espacio vacío dejado por las máquinas se parece en el mundo entero:
de Michoacán a Chechenia, de Bangalore a Silicone Valley. En cambio, los
frutos de la territorialidad se distinguen, en cada sitio particular, por su intima compenetración con el espíritu de un lugar único.
Si bien el bando de la “antiterritorialidad” cambia de color según
sus intereses del momento, la guerra que lleva sí tiene nombre. Se llama
guerra contra la subsistencia. Desde que empezó, hace más o menos
quinientos años, ha tenido varias manifestaciones, pero su resultado
siempre ha sido la devastación de los territorios donde subsistían y
siguen subsistiendo los pueblos. Guerra de gente de arriba contra gente
de abajo, tradicionalmente, de gente a caballo contra gente a pie y,
hoy, de automovilistas contre peatones.
¿Qué tiene que ver la territorialidad con la crisis?
Primero, el hecho histórico de que, desde por lo menos cinco siglos, la
guerra contra la subsistencia ha sido una guerra de devastación de los
territorios de subsistencia de la gente “de abajo”. Segundo, el inmenso
peligro de que las políticas de rescate de la economía
se parezcan a las políticas de desarrollo de las infraestructuras de
transporte que usurpan superficies de banqueta y otros espacios
peatonales para acomodar más coches en las calles. La gran amenaza
inherente a las políticas de rescate, recuperación y normalización de la
economía es que usurpen ámbitos de subsistencia para construir en su
lugar super-mercados en lucrativos fraccionamientos, o en aras del sueño
de los economistas profesionales: el mercado
perfecto en que todos los actos de subsistencia serían reducidos a
transacciones económicas formales, generadoras de divisas y sujetas a
impuestos. Si no somos vigilantes, si bajamos la guardia, los sueños de
los economistas pueden engendrar monstruosidades sociales aún
desconocidas. No faltará quien alabe esos monstruos como prueba de la
“creatividad del capitalismo”.
Este autor está en desacuerdo con toda alabanza al capitalismo que,
según él, no es un sujeto o una entidad que manipularía y transformaría
las sociedades desde afuera. El capitalismo no es otra cosa que la
forma de la despiadada guerra contra la subsistencia que caracteriza los
tiempos modernos. Su expansión siempre ocurre a costa de territorios,
saberes y talentos de subsistencia. Por ejemplo, hay cada vez más
señales de que se está fomentando una guerra sucia contra modos de
supervivencia hasta ahora tolerados en las márgenes: sobrevivir
vendiendo flores en las calles, limpiando parabrisas, pepenando,
construyendo su propia casa.
En la Guía bibliográfica que concluye su ensayo sobre el trabajo fantasma, Iván Illich escribía:
La
era moderna es una guerra sin tregua que desde hace cinco siglos se
lleva a cabo para destruir las condiciones del entorno de la
subsistencia y remplazarlas por mercancías producidas en el marco del
nuevo Estado-nación. En esta guerra contra las culturas populares y sus
estructuras, al Estado le ayudó la clerecía de las diversas Iglesias;
luego, los profesionales y sus procedimientos institucionales. A lo
largo de esta guerra, las culturas populares y los dominios vernáculos
—áreas de subsistencia— fueron devastados en todos los niveles. Pero la
historia moderna —desde el punto de vista de los vencidos de esta
guerra— queda todavía por escribirse3.
Ante el peligro de seguir aceptando pasivamente la destrucción de
los territorios de subsistencia, de los lazos sociales, de las culturas y
de la naturaleza bajo el impacto de un nuevo arrebato de crecimiento
económico, es absolutamente necesario replantear la cuestión del
referente real de los discursos económicos.
Si la economía
es definida desde arriba como la “teoría de la asignación de medios
limitados a fines alternativos” o como “observación de fenómenos de
formación de valor bajo la presión de la escasez”, la cortina de humo
tras la que se disimula esta ciencia llamada “economía” deriva de
confundir economía y subsistencia. Léanme bien: la mentira según la cual
la subsistencia —la canasta, la obtención de los medios de
supervivencia— es el objeto de la ciencia económica, genera la confusión
que es el secreto de su poder Ecoportal.net
Grain http://www.grain.org
Notas:
1 Ivan Illich, Némesis médica, México: Joaquín Mortiz/Planeta, 1978 [1976], p. 347, reproducido en Obras reunidas, México: Fondo de Cultura Económica, 2007, 2008.
2 Op. cit., p. 348.
3 Obras reunidas , vol. II, México : Fondo de Cultura económica, 2008, p. 166.
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