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martes, 2 de abril de 2013

Vivir con hambre, la dramatica situación de nuestras comunidades en la Costa Chica de Guerrero

Cada día mueren 23 mexicanos por hambre y desnutrición… casi uno por hora. 
La comunidad de Guadalupe Victoria, en el municipio de Xochistlahuaca –en la región de
la Costa Chica, Guerrero–, es uno de los lugares donde más se padece la desnutrición.
 Éstas son algunas historias de sus habitantes. 
 REFORMA/Texto: Martha Martínez / Fotos y Video: Luis Castillo / Video: Francisco Caballero / 
Diseño y Programación: Fernando Rétiz

Sobrevivir con hambre
Fabiola se aferra a las ropas rasgadas de su madre. Tiene cuatro años de edad, pero aún toma leche materna porque es la única manera que conoce de paliar el hambre.
Son las seis de la tarde, ya casi anochece en esta localidad del municipio de Xochistlahuaca, Guerrero, una de las más pobres del estado y del país y, al igual que sus tres hermanas, aún no ha hecho su primera comida del día.
El desayuno, que consistió en una taza de café y una tortilla recalentada en el fogón, fue a las seis de la mañana y, desde entonces, de vez en cuando se acerca al pecho de su madre para pedirle que la deje tomar un poco de ese líquido que ya no le aporta nutrientes, pero que le llena el estómago por un par de horas.
Fabiola es la única que tiene ese “privilegio” por ser la menor. Susana de 12 años, María Luisa de 10 y Rosalía de 7, sus hermanas, tratan de distraer el hambre jugando con las cáscaras de cacao que de vez en cuando recolectan para vender en el mercado del pueblo, o jugando con los perros que de la nada llegan a su casa: una choza con sólo dos paredes de adobe carcomido, techo de lámina de cartón y piso de tierra, porque a esta familia no llegó el programa Piso Firme que tanto presumió el ex presidente Felipe Calderón.
Lo que el Coneval cataloga como pobreza extrema se materializa en el pequeño cuerpo de Fabiola: tiene cuatro años de edad pero parece de dos, su piel está agrietada y reseca, como la de un adulto, no sobrepasa los 80 centímetros de estatura, cuando debería medir alrededor de 95, y de su ropa sucia sobresale una panza abultada que su madre atribuye a los parásitos del agua que aquí se toma de la llave, el único servicio público con el que cuenta la vivienda.
Inquietas, las menores esperan que termine de prepararse el caldo de pollo que comerán hoy, un lujo que sólo pueden darse una vez cada dos meses: cuando llega el apoyo de Oportunidades, y en ocasiones como ésta, cuando su padre recibe el pago por algún trabajo para el cual es contratado esporádicamente.
Cuando el caldo está listo ya es de noche. En condiciones normales comerían a oscuras y a ras del suelo, pero con motivo de las visitas, encienden una fogata y acercan un par de bancos viejos alrededor del fuego.
La comida servida en los platos de plástico es un líquido con unos cuantos frijoles blancos –el típico de esta región de la montaña de Guerrero– que comen con las manos. Los trozos de pollo son muy pequeños porque para que todos alcanzaran al menos uno Ángela, la madre de las niñas, desmenuzó las cinco piezas de retazo que compró en el mercado.


El agua es servida en una pequeña cubeta de la cual beben todos con la misma taza de plástico amarilla
Las menores saben que no podrán pedir una ración adicional a la que ya se les sirvió y por ello no se esfuerzan en pedirla. Para llenar el estómago, recurren a una práctica que la mayoría de los habitantes de esta localidad utilizan: consumir la mayor cantidad de tortillas posible.

Cuando terminan de comer, los platos quedan prácticamente limpios, listos para la próxima comida que realizarán al día siguiente, alrededor de las 19 horas.
El de Fabiola es un ejemplo de lo que viven todos los días más de 66 mil menores de cinco años de edad que padecen desnutrición en el estado de Guerrero. Un caso paradigmático del drama que se extiende a todo el territorio nacional, en donde más de 656 mil 500 niños de esa edad no tienen acceso a la cantidad mínima de alimentos que requieren para realizar sus actividades diarias.

Se acabaron los desayunos escolares
Héctor cursa el primer año de primaria, pero no es un estudiante sobresaliente porque la taza 
de café y la tortilla que todos los días desayuna no le ayudan a que “las letras le entren en la cabeza”.

Habitante de la comunidad de Guadalupe Victoria, en el municipio de Xochistlahuaca, Guerrero, 
Héctor dejó de tomar leche y comer las manzanas que le daban en el comedor comunitario porque
 a pesar de que en esta localidad de indígenas amuzgos más del 60 por ciento de la población 
vive en condiciones de pobreza extrema, los programas de apoyo alimentario se suspendieron.

Hace un año dejó de recibir los desayunos escolares que de lunes a viernes le entregaban en
 la escuela y que representaban la única manera de consumir una ración de leche al día, alimento 
que en su casa no es posible comprar porque el precio de un litro es superior a los ingresos diarios 
de su hogar.

Con la apariencia de un niño de cinco años a pesar de que tiene siete, Héctor tampoco acude 
al comedor comunitario, porque al igual que los desayunos escolares, los insumos que enviaba 
el DIF estatal para la preparación de los alimentos dejaron de llegar.

Sin desayunos escolares y sin comedor comunitario, desde hace más de un año la dieta del menor se redujo a los alimentos que se pueden comprar con los 20 pesos que cada semana ingresan a su hogar: tortilla, frijol, arroz y, de vez en cuando sopa.
Hace un par de años murió su abuelo y sin el ingreso por su trabajo como peón en el campo, su abuela, María Teresa, comenzó a vender pollo casa por casa, actividad por la que obtenía una ganancia diaria de 10 pesos, pero que abandonó porque desde hace unos meses sus dolores de espalda y de rodilla le impiden caminar.
Actualmente el único sustento es Maribel, su madre. 
En esta comunidad en la que la actividad económica principal 
es el campo, la única fuente de empleo posible para las mujeres
 es la confección de telares.
No obstante, debido a que la mayoría de la población femenina 
se dedica a esta actividad, el precio de los mismos es bajo, al
 igual que la ganancia que cada uno deja para las familias.
Cada telar que Maribel confecciona a lo largo de la semana
 y vende en el tianguis del pueblo los domingos, tiene un precio de
 alrededor de 150 pesos de los cuales 130 los vuelve a invertir
 en la pieza que venderá la semana siguiente.

Maribel reconoce que el problema de esta comunidad no es la disponibilidad de alimentos, pues en 
el pueblo existen tiendas en donde se venden productos básicos. Incluso, dice, hay una tienda 
comunitaria en donde los productos son más económicos.
El problema, asegura, es que no hay fuentes de trabajo que les permitan a las familias contar con
 recursos para comprar los productos que ahí se ofertan; mientras que por los empleos que existen
 pagan salarios tan bajos que aún con ese ingreso, la capacidad de las familias para comprar alimentos
 es mínima.
Maribel señala que mientras no regresen los programas alimentarios del gobierno, su hijo no 
podrá consumir alimentos diferentes a los que ella puede proporcionarles, mismos que hasta ahora 
no han logrado evitar que la piel de su abdomen se le pegue a los huesos. 

La despensa de Rufina
En la despensa de Rufina hay sólo un puño de azúcar, medio kilo de arroz, una tortilla dura, un limón seco 
y una botella con unas cuantas gotas de aceite, recuerdo de lo que queda del apoyo que cada dos
 meses recibe del programa Oportunidades.
Tiene cuatro hijas y en lo que va de la semana su esposo, un trabajador del campo, no ha conseguido trabajo
 un solo día de la semana.
Los 15 pesos diarios que una mujer del centro de Xochistlahuaca le paga por tejer un telar es el único 
ingreso que esta semana ha entrado a su casa, por lo que media olla de nixtamal y un poco de arroz es 
lo único que hay para comer hoy. Rufina y su familia forman parte de los más de 21 millones de personas que,
 de acuerdo con el Coneval, viven en pobreza alimentaria, pues la incertidumbre de no saber si habrá 
para comer al día siguiente ha estado presente en su vida desde hace más de dos décadas.
Con 40 años de edad, esta mujer indígena amuzga explica que el único ingreso fijo que recibe es el apoyo del programa Oportunidades; no obstante, ante la falta de trabajo para ella y su esposo, éste es insuficiente.
Cada dos meses recibe alrededor de mil 500 pesos que se acaban mucho antes de que reciba el 
siguiente apoyo, lo que deja en la incertidumbre a su familia.
Dice que alrededor de 900 pesos lo destina a la compra de frijol, arroz, maíz, jabón, café y azúcar; no 
obstante, las reservas que puede comprar con ese dinero se le agotan poco después de que concluye 
el primer mes porque son siete los que se alimentan con los apoyos que entregan para dos personas.
 El resto de los recursos lo destina a la compra de útiles escolares.
Habitante de una choza de adobe y con hijas que se encuentran por 
debajo de la talla y el peso indicado para sus edades, Rufina debería
 recibir apoyos económicos por sus cinco hijas; no obstante, ella se 
enfrenta al obstáculo que la mayoría de los programas sociales 
registran: sólo puede afiliar a los hijos que cuenta con acta de
 nacimiento, el resto de los niños se quedan fuera de éstos aún
 cuando lo necesiten.
Su esposo y ella tratan de completar el gasto, pero al igual que 
en las grandes ciudades, sus edades son un obstáculo para 
conseguir algún empleo.
Los empleadores del municipio de Xochistlahuaca prefieren contratar a los jóvenes que desertan de las escuelas para contribuir al ingreso familiar porque son considerados más productivos que los hombres que, como el esposo de Rufina, ya superan los 40 años de edad.
Las mujeres, por su parte, se decidan al tejido de bordados, actividad que aunque para muchas familias representa el único ingreso posible, no representa una posibilidad para mejorar la calidad de vida de las personas.
La mayoría de las mujeres tejen telares y, ante la sobreoferta de éstos, los precios a los que los pueden vender no supera los 150 pesos, de los cuales una cantidad importante se vuelve a invertir en la compra  de los hilos que se requieren para seguir produciéndolos.
Rufina dice que siente coraje, porque ella y su esposo son personas con ganas de trabajar; no obstante, nadie los voltea a ver porque hay personas más jóvenes dispuestas a hacer el mismo trabajo que ellos por la misma paga que, en el municipio de Xochistlahuaca, no sobrepasa los 200 pesos semanales.

Prepararse para ser madre
Mauricia tiene 12 años de edad pero se conduce como toda una ama de casa. Cursa el quinto año de primaria y ya sabe encender el fogón, hacer tortillas, preparar la comida, lavar la ropa y, cuando su madre no está en casa, es la responsable de cuidar a Fidelio, su hermano de poco más de un año.
A los ocho años su madre le enseñó a cocinar y, desde entonces, todos los días después de llegar de la escuela, prepara los alimentos que su familia consume a la hora de la comida.
Vive con sus padres y sus tres hermanos en un pequeño cuarto de paredes de adobe y techo de lámina de cartón en el que se amontonan dos catres: uno para ella y sus hermanas Lucía de 10 años, y Valeria de 8, y otro para sus padres y su hermano Fidelio, el menor.
Apenas está entrando a la pubertad y ya conoce los trucos que las mujeres de esta comunidad enclavada en la Costa Chica de Guerrero han utilizado por décadas para hacer que la comida alcance para toda la familia, pues de acuerdo con el INEGI, en las zonas rurales éstas se encuentran conformadas por cinco integrantes, en promedio.

Por ello coloca hojas de hierbasanta -una hierba que crece por montones en este lugar- a los frijoles, para hacer que el caldo de éstos espese y adquiera un sabor menos insípido.

También hace a mano tortillas gruesas y grandes, pues al igual que la mayoría de los más de 31 mil habitantes de Xochistlahuaca, su familia consume una gran cantidad de tortilla para llenar el estómago.
El que a sus 12 años Mauricia ya realice las actividades de una ama de casa es parte de una tradición que reproduce el círculo de la pobreza, pero que está muy arraigada en esta comunidad: a las mujeres se les enseña a realizar los quehaceres del hogar desde niñas, porque ante la falta de oportunidades de educación y trabajo, la edad promedio para contraer matrimonio y comenzar a tener hijos son los 16 años.
Actualmente el promedio de escolaridad en mujeres de localidades indígenas es de 4.5 años, según cifras oficiales; mientras que el promedio de hijos nacidos vivos para este sector es de 2.5, superior al promedio nacional que, de acuerdo con el INEGI, es de 1.7.
El caso de su madre, Isaura, es un ejemplo de ello: cuando tenía 10 años de edad, su padre la sacó de la escuela para que su madre, otra indígena que tampoco concluyó la primaria y se casó siendo apenas una adolescente, le enseñara a hacer la comida y cuidar a sus hermanos.
Seis años después su padre, un campesino que nunca acudió a la escuela, la casó con un joven de la localidad, también menor de edad, lo que redujo el número de bocas que alimentar en su casa paterna.

A sus 28 años edad, Isaura ya tiene cuatro hijos que ha dado a luz en intervalos de dos años, en promedio: Mauricia de 12, Lucía de 10, Valeria de 8, y Fidelio de poco más de uno.
Isaura dice que le gustaría que Mauricia y sus hermanas concluyeran al menos la primaria, pues resultaron ser muy buenas estudiantes.
No obstante, reconoce que lo más seguro es que en unos cuantos años, su esposo la case con algún habitante de la localidad. Entonces, indica, su lugar será ocupado por Lucía, quien ya sabe lavar la ropa, ayuda a hacer las tortillas y comienza a ser entrenada en el cuidado de su hermano Fidelio, para cuando dé a luz a sus propios hijos. 

Niños de 2 kilos
Son las nueve de la mañana y Tranquilina, una de las parteras más socorridas de la comunidad de Guadalupe Victoria, pesa a un bebé que nació hace escasas 12 horas. 2.5 kilos indica la báscula que aún tiene pegado el logo de la fundación Vamos México, la organización civil fundada por Marta Sahagún, la ex primera dama.

Con 46 años de experiencia, la partera declara que este niño está sano, pues se encuentra por encima del peso promedio que registran los niños que nacen en esta comunidad en donde de acuerdo a cifras oficiales, cerca del 64 por ciento de su población ha padecido hambre o tiene un limitado acceso a los alimentos.

Para Tranquilina, un niño con dos kilos de peso es un niño sano, porque los bebés que ha ayudado a nacer registran ese peso en promedio. El que lleguen al mundo delgados y pequeños no es raro para ella, tampoco lo es que sus madres acudan a consultarla más de una vez durante el embarazo por malestares relacionados con una deficiente alimentación.
Tranquilina no sabe que el peso promedio de los recién nacidos de esta localidad guerrerense es, al menos, 500 gramos menor al promedio mínimo recomendado por el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, que es de 2.5 kilos.
Tampoco sabe los males por los que la mayoría de las mujeres y habitantes presentan síntomas relacionados con la desnutrición.
Dice que al igual que la mayoría de sus consultas por dolores de cabeza, el cansancio y la debilidad son padecimientos que ella cataloga como “antojo” y que cura recomendándole al enfermo que consuma la comida que le apetece o que ella determina después de examinarlo, la cual generalmente es carne de res, de cerdo o de chivo.
La desnutrición en esta comunidad de indígenas amuzgos ha generado problemas de salud que cada vez son más comunes.
Algunos niños no pueden hablar, otros presentan protuberancias en los huesos y otros más tienen problemas de la vista.
Un ejemplo es Isaías Gómez. Tiene tres años pero parece un bebé de menos de dos, sus padres no saben si puede hablar, porque a pesar de sus intentos por enseñarle a pronunciar algunas palabras básicas en amuzgo, nunca ha emitido alguna de ellas.
Desde hace más de dos años, cuando comenzó a caminar, se hace entender a través de señas que su madre y su abuela tratan de interpretar.

Su madre, Micaela, tiene 23 años y es madre de Albina y María de Carmen, de 10 y 6 años de edad, respectivamente.
A pesar de la mudez del menor, no ha sido revisado por un médico, pues a decir de su madre, llevarlo con uno implicaría gastar alrededor de 300 pesos, cantidad superior a los ingresos que su familia recibe en una semana.
Micaela indica que llevar al menor a un médico significaría gastar en el pasaje, pero también en un traductor, pues los médicos de la región solamente hablan español.
Ante la imposibilidad de llevar a Isaías a un médico, Micaela indica que esperará hasta que el menor ingrese a la escuela a fin de que ahí le enseñen a hablar.

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