Las protestas en contra de la reforma educativa con que la Coordinadora
Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) ha puesto en jaque los
últimos días a la ciudad de México y a los gobiernos federal y
capitalino, son apenas un preludio de lo que puede suceder cuando entren
a discusión las otras reformas del peñanietismo, como la energética y
la hacendaria.
29 de agosto, 2013
Pecando de prudencia, se ha permitido que el conflicto magisterial
escale. Ni el presidente Enrique Peña Nieto ni el jefe de Gobierno del
DF Miguel Ángel Mancera se han decidido a poner en orden a los maestros
disidentes. El fantasma de la represión del 1 de diciembre de 2012
todavía los persigue y ninguno quiere que sus gestiones queden marcadas
como agresoras de movimientos sociales.
Pero si un solo grupo, que no representa a todos los maestros del país,
tiene pasmada a la autoridad, ¿qué sucederá cuando se discuta la
participación de la iniciativa privada en la explotación del petróleo y
protesten la izquierda y los trabajadores petroleros? ¿O cuando se lleve
al Congreso de la Unión la pretensión de gravar con el IVA alimentos y
medicinas y las protestas sean de un sinfín de organizaciones en todo el
país?
El problema es que el gobierno de Enrique Peña Nieto se lanzó al ruedo
sin saber torear. Creyó que estábamos en los 70 o los 80, cuando se
imponía en México cualquier política pública sin que nadie osara
cuestionarla, y quien se atrevía era aplastado sin que hubiera mayores
consecuencias.
Hoy, con todos sus bemoles, la sociedad exige y protesta cuando ve
afectados sus intereses, aunque a veces implique la afectación de los
derechos de terceros, lo cual tampoco puede ser aceptable en todos los
casos ni todo el tiempo.
Para lograr las reformas que pretende –sin juzgar el fondo de las
mismas– Peña Nieto necesita primero contar con un verdadero consenso
nacional. De lo contrario, corre el riesgo de llevar al país a una
parálisis en la que, o no se aprueba nada para evitar enfrentamientos, o
se recurre a la violencia para imponer cambios impopulares. Ninguna de
estas dos vías es deseable.
Porque no es alentando el linchamiento mediático contra los opositores
como el régimen logrará el apoyo a sus propuestas, ni preparando el
terreno para arrasarlos con la fuerza pública. El gobierno debe hacer
política, recurrir a la negociación para lograr acuerdos. De lo
contrario, reinará el caos.
Nadie en su sano juicio –salvo quienes albergan ánimos fascistoides–
quiere un gobierno represor al estilo de Gustavo Díaz Ordaz o Luis
Echeverría. Pero no se puede dejar a su suerte al país escondiéndose de
los problemas en todo momento. El adagio salinista del “ni los veo ni
los oigo” no sirve para gobernar al México del siglo XXI.
¿Quería el PRI regresar al poder, no? Pues ahora debe demostrar que sí puede con el paquete, porque esto apenas empieza.
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