Ilán Semo
La historia de la
organización sindical del magisterio es tan antigua como el siglo XX. En
las postrimerías del Porfiriato aparecen como una parte significativa
de la disidencia contra el régimen de Díaz. En la década del conflicto
armado, los ejércitos rebeldes, sobre todo el zapatismo y las
formaciones sonorenses, son conformados por centenares de maestros, que
más tarde serían decisivos en el desarrollo de las organizaciones que
fijarían, en los años 20 y 30, los paradigmas de la función que
ejercería el sindicalismo magisterial en la vida política, cultural y
social del país.
Desde los primeros gobiernos que emanaron del mundo constelado en 1917, la función del maestro sería no sólo la de un educador, sino la de un agente central en la transformación de los órdenes sociales y culturales que sostenían al antiguo régimen. En el imaginario revolucionario, la expansión del sistema escolar público se convirtió en la apuesta central de una política de secularización que debía expropiar conciencias, mentalidades y lazos sociales al dominio que ejercía el mundo eclesiástico. El cardenismo, en los años 30, agregaría una nueva función: transforma al magisterio en uno de los referentes centrales de la reforma agraria y lo convierte en uno de los centros de la vida política del México más profundo. El maestro deviene uno de los centros de referencia del orden público y la modernización en todos los confines del país.
El cardenismo, que impulsó la noción del maestro como agente de la transformación social, acotó simultáneamente los límites de esta tarea. Transformando a sus organizaciones en los puntales electorales de lo que sería el orden corporativo, produjo un régimen de su subalternidad.
En los años 40 y 50, el proceso de sometimiento corporativo del sindicalismo magisterial trajo consigo respuestas radicales y decididas que lograron oponerse al orden de esta nueva subalternidad. Las luchas magisteriales durante la era de la Guerra Fría representan de alguna manera el testimonio palpable de que la oclusión burocrática nunca alcanzó un consenso pleno en el mundo del magisterio.
Desde los primeros gobiernos que emanaron del mundo constelado en 1917, la función del maestro sería no sólo la de un educador, sino la de un agente central en la transformación de los órdenes sociales y culturales que sostenían al antiguo régimen. En el imaginario revolucionario, la expansión del sistema escolar público se convirtió en la apuesta central de una política de secularización que debía expropiar conciencias, mentalidades y lazos sociales al dominio que ejercía el mundo eclesiástico. El cardenismo, en los años 30, agregaría una nueva función: transforma al magisterio en uno de los referentes centrales de la reforma agraria y lo convierte en uno de los centros de la vida política del México más profundo. El maestro deviene uno de los centros de referencia del orden público y la modernización en todos los confines del país.
El cardenismo, que impulsó la noción del maestro como agente de la transformación social, acotó simultáneamente los límites de esta tarea. Transformando a sus organizaciones en los puntales electorales de lo que sería el orden corporativo, produjo un régimen de su subalternidad.
En los años 40 y 50, el proceso de sometimiento corporativo del sindicalismo magisterial trajo consigo respuestas radicales y decididas que lograron oponerse al orden de esta nueva subalternidad. Las luchas magisteriales durante la era de la Guerra Fría representan de alguna manera el testimonio palpable de que la oclusión burocrática nunca alcanzó un consenso pleno en el mundo del magisterio.
En los años 70, los herederos de la disidencia sindical de los
60, entre muchos ellos la CNTE, esbozan un principio de resistencia
que, de alguna manera, parece sostenerse hasta la fecha. Ese principio
es el que articula la posibilidad de mantener la autonomía de ciertas
secciones para definir territorios que mantienen en tensión el orden de
la burocracia sindical. Se trata de una estrategia de sobrevivencia pero
que, en última instancia, mantiene una conflictualidad que ni Jonguitud
Barrios ni Elba Esther Gordillo lograron desterrar.
La paradoja de la Reforma Educativa impulsada por el gobierno de Peña
Nieto es que, en rigor, afecta la condición laboral de los maestros de
tal manera que pone en entredicho un consenso que permitió a la
burocracia sindical transformar al sindicato en (probablemente) el
puntal electoral básico del sistema de clientelas del Partido
Revolucionario Institucional. Cuando se acusa al sindicato de proveer
comisiones a miles y miles de maestros para dedicarse a actividades que
no son magisteriales, estas actividades han sido básicamente las que ha
requerido el propio PRI para garantizar su sobrevivencia política en los
12 años recientes. En principio, fue el mismo PRI el que fomentó la
práctica de obligar a una parte considerable del magisterio a apuntalar
sus espacios políticos.
La respuesta magisterial frente al violento desalojo del Zócalo
parece ser el principio de un movimiento cuyo propósito sería no sólo
una respuesta a la Reforma Educativa, sino el intento de vislumbrar otra
reforma distinta: aquella que coloca a la educación pública en el
centro del debate sobre la educación en general.
Por lo pronto, en Campeche, Baja California, Veracruz y otros estados
se han movilizado secciones que apuntan no sólo a recuperar el espíritu
de la autonomía que fijaron los acciones de los años pasados, sino una
nueva formulación de la función del sindicato en el propio proceso
educativo.
Dejar en claro esta iniciativa, es el desafío actual de quienes se proponen restablecer la legitimidad del magisterio sindical.
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