Por: Iñaki Gil de San Vicente | Rebelión
1.- Hechos
El 1 de mayo de 1886 se inició una huelga obrera en Chicago para reducir a ocho horas diarias el tiempo de trabajo. Esta huelga era parte de un amplio movimiento de las masas obreras y populares en los EEUU para reducir la durísima jornada de trabajo que llegaba hasta las 12 y 14 horas durante seis días a la semana, en muy penosas condiciones laborales, con disciplinas muy duras, con despidos inmediatos, con abusos de todas clases incluidos los sexuales contra las trabajadoras, con explotación infantil, sin derechos sociales ni políticos, sin cobertura sanitaria pública, etcétera. Condiciones espantosas que también se sufrían en la Europa del momento, impuestas a la fuerza desde los orígenes mismos del capitalismo industrial a finales del siglo XVIII en Inglaterra e incluso antes, en el capitalismo manufacturero, impuestas muchas veces con la intervención militar salvaje. En 1868 el movimiento obrero había logrado gracias a muy duras luchas anteriores conquistar la jornada de 8 horas pero solo para un sector de la clase: el explotado en las empresas públicas y servicios estatales, aunque la patronal boicoteó esa ley todo lo que pudo. Y en 1874 se redujo la jornada a 8 horas a otras franjas obreras.
El 1 de mayo de 1886 se inició una huelga obrera en Chicago para reducir a ocho horas diarias el tiempo de trabajo. Esta huelga era parte de un amplio movimiento de las masas obreras y populares en los EEUU para reducir la durísima jornada de trabajo que llegaba hasta las 12 y 14 horas durante seis días a la semana, en muy penosas condiciones laborales, con disciplinas muy duras, con despidos inmediatos, con abusos de todas clases incluidos los sexuales contra las trabajadoras, con explotación infantil, sin derechos sociales ni políticos, sin cobertura sanitaria pública, etcétera. Condiciones espantosas que también se sufrían en la Europa del momento, impuestas a la fuerza desde los orígenes mismos del capitalismo industrial a finales del siglo XVIII en Inglaterra e incluso antes, en el capitalismo manufacturero, impuestas muchas veces con la intervención militar salvaje. En 1868 el movimiento obrero había logrado gracias a muy duras luchas anteriores conquistar la jornada de 8 horas pero solo para un sector de la clase: el explotado en las empresas públicas y servicios estatales, aunque la patronal boicoteó esa ley todo lo que pudo. Y en 1874 se redujo la jornada a 8 horas a otras franjas obreras.
Alrededor de 340.000 trabajadores secundaron las huelgas y
movilizaciones; trabajadores de todas las ramas productivas y de
servicios, de sexos y edades diferentes, con culturas, lenguas y
tradiciones diversas que no impidieron que las masas explotadas
construyeran la unidad de clase del trabajo frente a la unidad de clase
del capital, la unidad obrera frente a la unidad burguesa. La reacción
capitalista fue atroz, movilizando recursos militares y policiales del
Estado, empresas privadas especialistas en la represión selecta con
sicarios asesinos y con sindicatos mafiosos de revienta-huelgas,
esquiroles y «amarillos» traídos de otras regiones y del
lumpemproletariado, con despidos, multas y desahucios masivos de los
huelguistas expulsados de las casas de las empresas y echados a la calle
con sus familias, con los sermones pacifistas e interclasistas de las
sectas cristianas, con la propaganda agresiva de la prensa exigiendo
mano dura y represión.
El capital recurrió a casi todo para aplastar al trabajo, sólo le
faltó poner en marcha un golpe militar e instaurar una dictadura de
clase, cruda y desnuda, abierta, como ya había aprendido a hacerlo en
las Américas y como haría luego contra tantas naciones trabajadoras del
mundo. No lo hizo en este caso porque aún disponía de otros instrumentos
menos salvajes y más efectivos en ese nivel de radicalización de la
lucha de clases, instrumentos como la supuesta «democracia
norteamericana» y sus elecciones periódicas, la ley y la justicia, los
tribunales, el parlamento, etcétera. Si bien es cierto que todavía
entonces amplias masas explotadas no podían «disfrutar» de la democracia
burguesa en el mismo sentido que la clase dominante, no es menos cierto
que este sistema de dominación tan efectivo por su invisibilidad tenía
arraigo en la conciencia alienada de las masas. También disponía de
otros recursos de sujeción mental y de obediencia colaboracionista,
fundamentalmente el fetichismo de la mercancía que obnubila, falsea e
invierte la realidad anulando la conciencia crítica y libre.
Además, el
hecho de que ya en 1868 y 1874 se habían logrado victorias legales a
favor de las 8 horas, incumplidas por la patronal, fortalecía el
fetichismo parlamentarista y legalistas, lo que unido a concesiones
significativas sobre las 8 horas en algunas ciudades, más el miedo a más
duros golpes represivos, terminó paralizando la oleada de luchas.
Pero la justicia burguesa no se detuvo. Además de haber asesinado y
herido a decenas de obreros en las represiones, el capital necesitaba
«sangre cualitativa» para aterrorizar a los sectores más conscientes y
organizados. La policía, que había avasallado y saqueado sedes
sindicales y de organizaciones obreras, que se había apoderado de
documentos y actas, que había arrancado declaraciones y confesiones
atemorizadas, se volcó en la represión especializada sobre un reducido
grupito acusado de dirigentes terroristas, condenando a cinco de ellos a
la pena de muerte. Uno se suicidó el día antes de «ejecución», pero los
cuatro restantes fueron legalmente asesinados el 11 de noviembre de
1887. Durante el año y medio transcurrido de mayo de 1886 a noviembre de
1887 la burguesía y su Estado habían tenido tiempo para dividir al
movimiento obrero y popular con la clásica política de la zanahoria para
los desertores y el palo para los resistentes, así que apenas tuvo
problemas para controlar las manifestaciones de protesta por los
asesinatos legales.
2.- Primera lección
Durante los 128 años transcurridos desde que las luchas obreras
dieron el salto a la gran movilización de aquél 1 de mayo, el
capitalismo ha pasado por varias fases o formas concretas pero se ha
mantenido esencialmente el mismo, tanto que desde finales del siglo XX
se ha lanzado a reinstaurar aquellas formas de explotación pero con los
medios actuales. Como hemos visto, en 1868 y 1874 el Estado legalizó las
8 horas de trabajo aunque la patronal se opuso e incumplió esa ley. En
el mismo 1º de mayo de 1886 se legalizaron las 8 horas en muchos lugares
mediante acuerdos entre las burguesías y el Estado, pero en otros no.
En Europa también se produjeron las mismas contradicciones no
antagónicas entre el Estado, representante de la burguesía en su
conjunto, y algunos grupos capitalistas que no querían ceder en nada y
sí mantener una explotación salvaje.
La experiencia demostró que, en aquellas condiciones, la
productividad media aumentaba si se reducía la duración del trabajo pero
se aumentaba su intensidad, es decir, si con menos tiempo de trabajo se
producía más y mejor y encima disminuía la protesta obrera. Por otra
parte, en aquél contexto, reducir el tiempo de trabajo manteniendo el
salario permitía que la clase obrera descansara más, dispusiera de más
tiempo de ocio y consumo burgués y se integrase más en el sistema,
acelerando así el circuito entero de producción, distribución, consumo,
realización y acumulación ampliada.
Si bien estas tensiones intraburguesas han reaparecido en situaciones
similares, como se ve con la experiencia keynesiana y en parte con el
toyotismo y algunas formas de producción flexible, sin embargo, a raíz
de las tremendas dificultades del capitalismo imperialista para salir
definitivamente de la crisis iniciada a finales de la década de 1960
pese a todos los esfuerzos monetaristas y neoliberales lanzados desde
1973-75, y a pesar de los puntuales repuntes transitorios siempre
fracasados, desde entonces la burguesía imperialista ha optado
abiertamente por aumentar el tiempo de trabajo y por incrementar la
intensidad de la explotación, es decir, por unir la plusvalía absoluta
con la relativa. Ha optado también por acabar con cualquier autonomía
del Estado convirtiéndolo en un perro fiel que cumple sin dudar las
órdenes de las grandes corporaciones financiero-industriales.
Quiere esto decir que el movimiento obrero debe rechazar la mentira
del «Estado del Bienestar», del «Estado benefactor», para comprender que
ya ha pasado para siempre la fase en la que el Estado burgués podía
atender sustancialmente a las necesidades de la clase explotada. Las muy
reducidas medidas recientes del gobierno alemán para aumentar el
salario directo e indirecto, controlar los precios de los alquileres,
impulsar el consumo, etc., no buscan beneficiar al pueblo trabajador
empobrecido y cada vez más furioso tras años de austericidio, sino sólo
desatascar cuanto antes tapones y nudos que obturan y frenan la
expansión del poder euroalemán, nada más. Por otra parte, el caso alemán
es excepcional y se basa en las gigantescas ganancias acumuladas por su
burguesía, lo que le permite jugar al gato y al ratón con los
sindicatos, pero otras burguesías imperialistas relativamente poderosas,
como la francesa, no pueden hacerlo y han obligado a la
socialdemocracia a aplicar recortes sociales escalofriantes.
Solamente cuando el pueblo trabajador dispone de un gobierno y de un
Estado dispuestos a enfrentarse a la burguesía propia y mundial, como
sucede en cierta medida en las Américas y en otras muy reducidas partes
del mundo, sólo entonces puede confiar en que ese poder político actuará
en defensa suya. Pero esa confianza debe estar asentada en la
experiencia diaria y en la capacidad de autoorganización del poder
popular y obrero fuera del Estado, libre de sus tentáculos. Todo Estado,
incluido el obrero y popular, está en peligro de corrupción interna, y
el burgués está corrupto en sus entrañas. Por esto el movimiento obrero
ha de organizarse fuera del Estado, aunque sea suyo, para dirigir desde
fuera –también desde dentro- la lucha por la reducción drástica del
tiempo de trabajo explotado, una reivindicación revolucionaria por
esencia.
3.- Segunda lección
La clase trabajadora norteamericana logró decisivas conquistas
gracias a su capacidad de asentar una unidad obrera y popular
suficientemente fuerte. Superando enormes dificultades y provocaciones
teledirigidas por los aparatos represivos de una burguesía monopolista
que en 1904 con sólo 318 truts controlaba el 40% de la industria
norteamericana. Pese a esto, en 1905 se creó el sindicato IWW o
Trabajadores Industriales del Mundo, que fue objeto de una sistemática
represión desde ese instante, como antes lo fueron quienes organizaron
la huelga de 1886. Uno de los objetivos básicos de la represión fue
romper esa unidad enfrentado a trabajadores con trabajadoras, a blancos
con negros y latinos, a irlandeses con italianos, a los industriales con
los de servicios, a fabriles con campesinos, y golpeándoles a todos con
empresas privadas de represión como la Pinkerton y mafias sindicales,
además de a la policía. Como estos y otros medios no eran suficientes,
la entrada de EEUU en 1917 en la guerra mundial justificó imponer muy
severas represiones obreras y sindicales con la excusa de la «seguridad
nacional». Más tarde, haría lo mismo desde 1942-45 en adelante para
derrotar la oleada de reivindicaciones, y a partir de finales de 1960 de
forma intermitente y en ascenso.
Si la lucha de 1886 sacó a la luz la unidad entre la represión
económico-sindical a gran escala y la política contra las organizaciones
revolucionarias, la experiencia hasta el presente no hace sino
confirmarlo. También sucede lo mismo en Europa y en todo el capitalismo
mundial, que no sólo en el imperialista. Precisamente, mientras que la
burguesía obliga al Estado a abandonar su intervencionismo
socioeconómico en todo lo relacionado con el bienestar público, le lleva
a multiplicar su intervencionismo controlador, vigilante y represivo
sobre las clases explotadas. La lucha sociosindical y política ha de
aprender de esta experiencia mundial la decisiva importancia de unir en
lo posible la conciencia política con la conciencia sociosindical, y
dentro de esta unidad la importancia de la sistemática acción militante.
El espontaneismo de masas fue una de las fuerzas activas en 1886 pero
también lo fueron, y cada vez más, las organizaciones obreras
anarquistas y socialistas cada vez más conscientes de actuar
políticamente con sistemas organizativos capaces de aguantar la
represión que se endurecería según aumentasen y se radicalizasen las
movilizaciones.
El fetichismo parlamentarista sin contenido político obrero que luego
haría estragos, como ya los estaba haciendo en la Europa de finales del
siglo XIX, fue imponiéndose por varias razones específicas del
capitalismo norteamericano que no podemos detallar ahora, pero entre las
que destaca la facilidad con la que las patronales y la burguesía en su
conjunto destrozaban una y otra vez las organizaciones obreras y
sindicales con conciencia política radical, condenando al socialismo y
al anarquismo al ghetto universitario y frecuentemente ni a eso. En EEUU
hay una vida político-radical rica, compleja y plural, y aumentan ahora
las luchas obreras y populares, pero el Estado ha desarrollado un
sistema tan efectivo de control y aislamiento atomizador preventivo, que
es muy difícil avanzar en la unificación estratégica. También hay que
tener muy en cuenta que la debilidad teórico-política de la izquierda
por las derrotas sufridas refuerza el individualismo metodológico y
ético-burgués imperialista que la clase dominante refuerza y readecua
permanentemente.
Lo malo es que la clase dominante mundial tiene como ejemplo y modelo
a seguir el yanqui, lo que se aprecia no sólo en Europa sino también en
el Caribe y América del Sur y del Centro, y en el resto del mundo.
Frente a esta ofensiva reaccionaria generalizada el movimiento obrero ha
de recuperar los valores comunes de solidaridad, de ayuda mutua, de
reconquista del tiempo propio y libre y de reducción del tiempo
explotado, etc., que unieron al movimiento popular y obrero de EEUU de
aquél 1º de mayo.
4.- Tercera lección
Sin duda, la lección fundamental a extraer es la desesperada obsesión
capitalista por «volver» a las formas de explotación imperantes en el
pasado, y contra las que se levantó la clase trabajadora hermana de
EEUU. Entrecomillamos «volver» para resaltar que en realidad se trata de
ampliar, masificar y endurecer aquellas disciplinas, prohibiciones y
castigos pero con los métodos actuales, infinitamente más sofisticados y
perversos. El neoliberalismo mejora las tesis maltusianas y liberales
extremas de la economía vulgar burguesa, llamada neoclásica, creada para
oponerse al marxismo y derrotar al movimiento obrero de la época.
Ahora, la burguesía necesita, por un lado, aumentar el desempleo y el
paro permanente, el subempleo y la precarización extrema para
aterrorizar a la clase trabajadora mundial, dividirla y enfrentarla con
ella misma. Por otro lado, necesita aumentar el tiempo de trabajo
explotado, que no sólo la intensidad de la explotación, es decir,
necesita que la clase obrera produzca más en cada hora de trabajo y que
también trabaje más horas, sobre todo necesita mantener el salario igual
pese al incremento de la explotación intensiva y extensiva, y si puede,
busca incluso reducir el salario global a pesar de que la clase obrera
aumente su productividad. Por esto, la patronal siente como un ataque
insoportable a su misma esencia de clase todo intento de reducción del
tiempo de trabajo explotado.
Exceptuando tibias y timoratas medidas cobardes por parte de algún
Estado en la recuperación de derechos básicos –el caso alemán visto–
como es la reducida sanidad pública instaurada por la Administración
Obama, lo que se aplica es una política con cuatro constantes: Austeridad, es decir, reducción de gastos sociales vitales, de salarios
directos e indirectos, de pensiones y jubilaciones, de servicios
colectivos, etc. Privatización, es decir, vender todo lo público,
colectivo y común a la burguesía a precio de ganga, para que pueda
aumentar la tasa media de beneficio aunque sea a costa del
empobrecimiento popular. Flexibilidad, es decir, destrucción de derechos
sociolaborales y democráticos, derechos políticos conquistados por el
pueblo trabajador pero que dificultan los negocios burgueses. Y
represión, es decir, amedrentar a las clases trabajadoras para que no se
resistan y sobre todo no pasen a la ofensiva, para que malvivan en el
miedo y en la obediencia acobardada.
Para combatir al monstruo capitalista de las cuatro cabezas
–austeridad, flexibilidad, privatización y represión–, el movimiento
obrero ha de recuperar el vital internacionalismo consecuente de la II
Internacional cuando en 1889 decretó día de lucha el 1º de Mayo en
agradecimiento y en honor a la clase obrera de EEUU. Hoy más que
entonces, debemos actualizar en la práctica aquella decisión porque hoy
el capitalismo está definitivamente mundializado y cualquier lucha
obrera y popular ha de unir su reivindicación territorial, regional y
nacional, con su visión mundial. El movimiento obrero consciente yanqui
así lo hizo protestando una vez y siempre contra las guerras
imperialistas desatadas por «su» burguesía y saliendo en defensa de los
pueblos atacados por ella.
El imperialismo activa todos sus medios militares, políticos,
culturales, económicos… para aplicar su estrategia de explotación
mundial en las mejores condiciones de superioridad global.
Por esto, el
internacionalismo obrero y popular, socialista, es el componente interno
que une todas las luchas de las clases y pueblos oprimidos contra el
enemigo común, sabiendo que el libre desarrollo de cada nación
trabajadora es la base del desarrollo de la humanidad en su conjunto. En
América Latina, este internacionalismo consecuente debe materializarse
en el apoyo práctico a las liberaciones de los pueblos, en las ayudas a
sus gobiernos progresistas amenazados por el militarismo yanqui y sus
exigencias de absorción y deglución económica, social, cultural y
natural. Solamente así haremos honor a los héroes del 1º de Mayo de
1886.
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