Cuando me llegan visitantes que por primera vez aterrizan en México y me preguntan qué les recomendaría hacer para empezar a devorarse la ciudad de México. Lo que invariablemente sugiero, siempre, es que vayan al Museo de Antropología y que se den una vuelta por la sala Mexica donde está la maqueta, recreación de lo que debió haber sido el Mercado de Tlatelolco.
Este prototipo que ocupa una sala especial en el museo es deslumbrante. La maqueta está hecha con esmero, rigor y un cuidado en la investigación que uno queda pasmado imaginándose lo que debió ser aquello. Se evocan sonidos, pregones, olores y sabores.
Se dice que el gran mercado de Tlatelolco fue el centro comercial más grande e importante de los aztecas.
Se ubicaba al suroeste del Templo Mayor de Tenochtitlán cerca del emblemático lago de Texcoco donde navegaron Cortés y Moctezuma en sus mejores momentos, los de amistad y alegría, antes de “La noche triste”.
Entonces, como ahora en los centros comerciales, el mercado era el lugar de la actividad social y económica; allí se congregaba la gente para comprar, vender y también para socializar, intercambiar opiniones y enterarse del devenir en otras comunidades vecinas.
Ek Chuah Dios del comercio |
Escribió Hernán Cortés en una de sus cartas de relación sobre el mercado: “Tiene esta ciudad muchas plazas donde hay continuo mercado y trato de comprar y vender. Tiene otra plaza tan grande como dos veces la ciudad de Salamanca, todavía cercada de portales alrededor; donde hay
cotidianamente arriba de sesenta mil animas comprando y vendiendo…”. Así veía el conquistador el mercado de Tlatelolco.
La maqueta del mercado que se puede visitar en el Museo de Antropología se hizo de acuerdo al rigor de lo que los cronistas describieron, y dejaron plasmado en sus escritos, sobre lo que vieron cuando llegaron. De allí han surgido muchas interpretaciones, las más conocidas son las realizadas por Diego Rivera materializadas en los frescos y cuadros que dejo.
Los comerciantes prehispánicos
Pochtecas en el Código Florentino |
Tamemes |
Los productos populares siguieron siendo transados por particulares: las semillas, las hierbas, el maíz, los chiles y el frijol lo manejaban los productores locales, no eran de su interés.
En algunas de las ruinas encontradas se hace referencia a un edificio inoficioso que se ubicaba en el centro y que ahora se le atribuye una razón de ser como el lugar donde se ubicaban los jueces para supervisar el justo intercambio y buen desempeño de las actividades comerciales, para intervenir en caso de grescas o disputas y para dirimir fraudes.
Era alrededor de este edificio, que se expandía el mercado en una explanada donde se han encontrado restos de obsidiana y otros pocos indicios.
Estas posibles plazas se construyeron con un piso de barro sobre una base de arena y grava y se distinguen de las plazas ceremoniales porque estas se construían sobre pisos recubiertos de estuco.
El piso de barro que se dice de los mercados sería más idóneo para poner los postes que sostendrían los toldos; además servían para drenar el agua de lluvia y los desperdicios líquidos que producían las cocinas y la venta de alimentos que allí mismo se consumían.
De los mercados no quedó vestigio
arqueológico alguno, pedacería de obsidiana, porque los cuchillos los
tallaban allí mismo para su venta. Las plazas eran manifestaciones espontáneas, como son hasta nuestros tiempos.
Se instalaban en el día a día, de acuerdo a las necesidades, se puede pensar que en algunos espacios abiertos donde los mercaderes, vendedores mayoristas y minoristas los negociantes y marchantes traían sus productos y donde los campesinos se reunían para ofrecer sus
cosechas.
Hasta los mercados llegaban productos de Centroamérica y de las islas del Caribe, pero como todo era perecedero no quedó huella ni rastro alguno.
Parte II
La meticulosa organización y la inmensa variedad de los productos del mercado de Tlatelolco era un mundo desconocido para los conquistadores. -
Parte II
La meticulosa organización y la inmensa variedad de los productos del mercado de Tlatelolco era un mundo desconocido para los conquistadores. -
Hay que recrear lo que sucedía en el mercado de Tlatelolco. Como hasta el día de hoy, los marchantes se ubicaban debajo de tapices o enramadas que servían de protección contra el sol, como carpas, y se armaban los llamados tianguis bajo los cuales se ofrecían los guajolotes –no había gallinas-, culebras de agua y de monte muy apetecidas, patos criollos de agua dulce, insectos de lagunas, hueva de mosca acuática, abejas, langostas, gusanos de maguey, escamoles, grillos y más de 500 especies de insectos comestibles.
Había venados, jabalíes, armadillos y liebres, legumbres, nopales y frutos frescos,
piñas, guayabas, chirimoyas, mameyes, tomates, aguacates, zapotes,pitayas, jícamas, semillas de maíz, para sembrar y para comer, y el huitlacoche, hongo del maíz muy apreciado hasta el día de hoy.
Cantidades de chiles frescos, ahumados y secos, flores de calabaza, epazote, hoja santa, cilantros, achiotes y un sin número de especias.
Hasta pimienta local había. Se ofrecía pescado fresco, acamayas, langostinos grandes de agua dulce y también en los puestos de comida caldos de jaibas y cangrejitos de río, tamales de charales y de todo tipo, guisos y aromáticas.
En otra sección había mantas e hilos, plumas, joyas de jade y ónix, objetos de oro y cobre, plantas medicinales vendidas por los chamanes, cerámica utilitaria y suntuaria, molcajetes de piedra volcánica, comales para cocinar de todo. Para transportar, se empacaba en guacales, palabra que aún nos queda del nahuatl, como la palabra chicle, y la vainilla, que desde entonces era muy apreciada.
En otro extremo estaban los perritos cebados, xoloitzcuintles, hoy muy estrambóticos porque no tienen pelo y que estuvieron en vías de desaparición, muchos dicen que por feos y, la verdad, son muy raros. Hoy los buscan por exóticos. También había tortugas de agua dulce que se comían y vendían vivas como las iguanas y los sapos; eran muchos los animales comestibles y al lado, sin ningún pudor, vendían seres humanos, esclavos para trabajo o sacrificio.
Todo este complejo comercio de objetos, frutas, animales y personas era totalmente desconocido para los conquistadores que maravillados aceptaron cambiar sus gustos para siempre.
En lo culinario nunca volvieron a ser lo mismo por la aparición del tomate, el chocolate, el cilantro, el cebollín y el aguacate, entre otros productos que cambiaron el paladar de los visitantes y del Viejo Mundo para siempre.
Entonces una alacena española tenía mucho menos de la mitad de los productos que en Tenochtitlan se ofrecían
en el mercado. Aunque Marco Polo ya había iniciado la curiosidad, la variedad que aquí existía era tan deslumbrante que fascinó, sedujo e impresionó hasta trastornar a los conquistadores que quedaron literalmente boquiabiertos.
El mercado tenía sus reglas y sus jueces para controlar el precio en que se transaba cualquier cambalache, en cacaos, moneda de cambio establecida con la que se regateaba para permutar y negociar productos. El trueque o canje era una tradición y todo estaba vigilado por guardias.
La cantidad y la calidad de los productos que se ofrecían en el mercado extasió a los cronistas. Se mezclaban en los puestos mantas y pieles de animales, cuchillos y navajas. Se vendían golosinas para los niños, cacahuates, helados de nieves que bajaban en alforjas de piel de venado del Popocatépetl, a las que les chorreaban miel y encima pepitas de amaranto para el ánimo y contra la depresión.
La cestería era finísima, no solo en los canastos sino los tapetes o petates para el piso y cortinas para las ventanas, había ropa de papel de amate, huipiles tejidos con esmero e instrumentos musicales, tambores y flautas. Y no acabaría.
A los mercados acudían todas las clases sociales, podemos decir hoy que los Aztecas tuvieron en su apogeo uno de los más elaborados y sofisticados sistemas de comercio en el mundo antiguo que acercaba a las élites con el campesinado.
Sorprende que hasta el día de hoy no es claro cuando aparecieron los primeros servicios para las transacciones en Mesoamérica y de sus orígenes nos queda un importante vacío así que tendremos que acudir a la imaginación que se desprende de las crónicas que nos dejó Hernán Cortes, Fray Bernardino de Sahagún y Bernal Díaz del Castillo y que podemos observar para evocar desde muy lejos, mirando con detenimiento la maqueta del Mercado de Tlatelolco en la sala Mexica del Museo de Antropología.
Tomado de http://www.animalgourmet.com
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