Rebelión
La matanza y desaparición de estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, el pasado 26 de septiembre, ha desencadenado una ola de protestas contra el actual gobierno mexicano. Centenares de miles de personas han manifestado su indignación en las calles y han clamado que “fue el Estado”. El Presidente de México, Enrique Peña Nieto, parece haber asentido tácitamente a la unánime acusación de los manifestantes al advertir sin ambages que “el Estado está facultado para hacer uso de la fuerza”.
La matanza y desaparición de estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, el pasado 26 de septiembre, ha desencadenado una ola de protestas contra el actual gobierno mexicano. Centenares de miles de personas han manifestado su indignación en las calles y han clamado que “fue el Estado”. El Presidente de México, Enrique Peña Nieto, parece haber asentido tácitamente a la unánime acusación de los manifestantes al advertir sin ambages que “el Estado está facultado para hacer uso de la fuerza”.
Resulta muy significativo que la amenaza de Peña Nieto
fuera proferida el 15 de noviembre, el mismo día en que la policía
disparó sobre estudiantes en la Universidad Nacional Autónoma de México
(UNAM), violando así la autonomía universitaria y mostrando aquello de
lo que es capaz. Los hechos vienen a confirmar las palabras del
presidente, las cuales, a su vez, corroboran lo denunciado por las
multitudes en las calles. Todo acusa claramente al Estado que sí “está
facultado para hacer uso de la fuerza”.
La clara intención
intimidatoria de la declaración de Peña Nieto fue disimulada con una
vaga promesa demagógica de buenas intenciones: “aspiro y espero que no
sea el caso de lo que el gobierno tenga que resolver o no lleguemos a
este extremo de tener que hacer uso de la fuerza pública”. Estas
palabras dicen aproximadamente lo mismo que las del presidente Gustavo
Díaz Ordaz en septiembre 1968: “no quisiéramos vernos en el caso de
tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos si es necesario”.
Pocos días después, las medidas fueron tomadas y los militares
dispararon sobre una multitud en Tlatelolco, asesinando a más de
trescientas personas. Esta matanza no fue más que una más de una larga
serie en la que se inserta la reciente matanza de Ayotzinapa. Esta vez,
como tantas otras veces, fue el Estado.
Fue el Estado, a través
de los militares, el que mató a los estudiantes de Tlatelolco y luego a
los del halconazo de 1971, a los de Oaxaca en 1977 y a tantos otros en
la llamada “guerra sucia”. Nuevamente ha sido el Estado, a través de los
policías de Iguala, el que asesinó y desapareció a los estudiantes de
Ayotzina
pa. Y es el mismo Estado el que dice lo mismo por la boca de
Gustavo Díaz Ordaz que por la de Enrique Peña Nieto. Uno y otro expresan
lo mismo que también se ha expresado con las balas que se disparan
sobre los estudiantes.
Los muertos son los mismos. Los asesinos
son los mismos. Es como si el tiempo no hubiera pasado en México, sino
sólo en el resto del mundo. Mientras que los países latinoamericanos han
conseguido liberarse de sus regímenes dictatoriales durante las últimas
décadas, el mismo intervalo de tiempo sólo ha servido en México para
perfeccionar una dictadura ya de por sí bastante perfeccionada en 1968.
El corrupto y asesino Partido Revolucionario Institucional (PRI) es el
mismo ahora que hace treinta años. La compra de votos continúa. También
se preservan el acarreo, el corporativismo charro sindical, el
caciquismo local y la manipulación mediática. La cooptación de partidos
es la misma de siempre y se pone de manifiesto actualmente en el “Pacto
por México” y en los nuevos partidos paleros, no sólo el Partido Nueva
Alianza (PANAL) y el Partido Verde Ecologista de México (PVEM), sino
también los que alguna vez fueron verdaderos opositores, el derechista
Partido Acción Nacional (PAN) y el izquierdista Partido de la Revolución
Democrática (PRD). Tal como ocurría en décadas anteriores, el priismo
es hegemónico hasta el punto de que todos los partidos terminan
convirtiéndose en partidos priistas, se dejan corromper y absorber por
el PRI, se prestan a la simulación democrática de la dictadura perfecta y
mantienen la tradicional subordinación del Estado a una clase dominante
cuyas tendencias delincuenciales prácticamente no han cambiado en las
última décadas.
El capitalismo es tan sucio ahora como lo era
en el pasado. El crimen organizado tenía tanto poder político antes como
lo tiene en el actual Narco-Estado. El narcotráfico no es más que el
nuevo sector de la economía capitalista que permite el enriquecimiento
ilícito de quienes continúan sirviéndose del Estado para satisfacer sus
intereses, proteger sus negocios y mantener sus privilegios. El dinero
no deja de ser el gran móvil de unos gobernantes que no dejan de
venderse al mejor postor. La Casa Blanca de la esposa de Peña Nieto, su
regalo de siete millones de dólares, corresponde a una regla y no a una
excepción en el funcionamiento del gobierno mexicano.
La
dictadura sigue siendo la del capital y sigue ensangrentando el suelo
mexicano. Tlatelolco se repite en Iguala. Significativamente los
estudiantes de Ayotzinapa fueron asesinados y desaparecidos cuando
preparaban la conmemoración por la matanza de quienes los precedieron en
Tlatelolco. Unos y otros luchaban por lo mismo y presumiblemente fueron
eliminados por lo mismo.
¿Cómo sorprendernos de que Díaz Ordaz
invocara en 1968 los mismos argumentos a los que Peña Nieto recurre en
2014? Hay algo que no ha cambiado y que transpira por todos los poros
del Estado actual y de la clase a la que sigue sirviendo. Es una forma
de hacer política. Es un discurso de palabras y hechos, un único
discurso asesino con innumerables expresiones, con diferentes versiones
complementarias de lo mismo. Es el discurso de Peña Nieto cuando
advierte eufemísticamente que el Estado “está facultado para hacer uso
de la fuerza”. Es también el discurso de Luis Adrián Ramírez Ortiz,
actual secretario de organización del Frente Juvenil Revolucionario del
PRI, cuando afirma descaradamente: “Aclamo el regreso de alguien como
don Gustavo Díaz Ordaz, no debemos permitir sentimentalismos estúpidos
antes que la preservación de nuestras imágenes como nación”.
El mensaje
se completa y se vuelve aún más desvergonzado a través de Marili Olguín,
exdiputada del PRI, cuando pide: “Mátenlos para que no se reproduzcan”.
Y por si nos quedaba alguna duda, tenemos las palabras de Ana Alidey
Durán Velázquez, simpatizante del PRI, admiradora de Peña Nieto e hija
de una poderosa líder sindicalista: “luego por qué los queman… NACOS”.
El término peyorativo de “naco” es un mexicanismo que puede servir para
designar despreciativamente a los indígenas, los pobres, la plebe o el
pueblo.
El término tiene un sentido clasista, pero también racista,
pudiendo incluso llegar a ser deshumanizador, como se comprueba cuando
Victoriano Pagoaga, funcionario del Consejo Nacional de Ciencia y
Tecnológica (CONACYT), se refiere a la matanza de Ayotzinapa como un
“perricidio morenaco”. En una intrincada trabazón de conexiones
ideológicas, los asesinados son aquí deshumanizados, reducidos a la
condición de animales, de perros, al mismo tiempo que se les designa
como “nacos” y se les estigmatiza por su piel morena y quizá también por
una supuesta militancia en el Movimiento de Regeneración Nacional
(MORENA).
Como funcionario gubernamental, Pagoaga nos revela el
desprecio clasista y racista que puede haber en el Estado hacia los
estudiantes asesinados y desaparecidos, todos ellos pobres y morenos,
muchos de ellos indígenas. Entendemos entonces que la masacre pueda ser
tan poco importante para el Estado. No se trataría más que de un
“perricidio” tan irrelevante como los que se realizan cotidianamente
contra los perros callejeros.
Ana Alidey Durán Velázquez
profundiza el mismo discurso asesino del Estado cuando sugiere que la
matanza de los estudiantes, además de ser intrascendente, habría estado
justificada. La justificación, de hecho, parece relacionarse de algún
modo con el estigma racista y clasista de “nacos”. Aparentemente hay un
porqué, una explicación, una razón suficiente para que los estudiantes
pobres e indígenas sean quemados: “luego por qué los queman… NACOS”.
Esta frase no sólo justifica la matanza pasada, sino que amenaza
implícitamente con una matanza futura, tal como lo hace Peña Nieto.
Marili Olguín consigue ir aún más lejos que Peña Nieto y que Ana
Alidey, pues no sólo amenaza al estudiantado y justifica su masacre,
sino que adopta un tono imperativo y pide u ordena que se les mate:
“Mátenlos para que no se reproduzcan”. Se hace una exhortación a
matarlos para impedir su reproducción, la preservación de su raza, lo
que da un sentido genocida y no sólo racista al discurso en cuestión. Se
trata de acabar con ellos, con los estudiantes pobres e indígenas, con
los que protestan en las calles, con los “nacos” de México.
Y
si alguien conserva ciertos escrúpulos cuando Marili Olguín le ordena
que mate a los estudiantes, quizá escuche a Luis Adrián Ramírez Ortiz,
quien insistirá en que “no debemos permitir sentimentalismos estúpidos
antes que la preservación de nuestras imágenes como nación”. La imagen
se vería manchada por el estudiantado que inunda las calles y ataca los
edificios públicos y las oficinas de partidos. Todo esto hay que
limpiarlo, barrerlo, evitando que “sentimentalismos estúpidos”
nos detengan a la hora de matar a estudiantes. Seguiríamos así el buen
ejemplo de Gustavo Díaz Ordaz.
¿Cómo sorprendernos de que las
palabras de Díaz Ordaz resuenen todavía en la reciente amenaza de Peña
Nieto? Es el mismo discurso que no deja de hablar, que no deja de matar y
que animó a los policías que asesinaron y desaparecieron a los
estudiantes de Ayotzinapa. Si no acallamos de algún modo este discurso,
las matanzas continuarán y la dictadura perfecta seguirá perpetuándose
en México.
David Pavón-Cuéllar es doctor en Filosofía y en
Psicología Social, profesor en la
Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (Morelia, Michoacán,
México) y miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México. Es
autor además de libros y artículos sobre análisis de discursos
políticos,
psicología crítica y movimientos sociales.
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