José Luis Avendaño C.
Hoy se habla mucho de la intervención rusa en la próxima elección presidencial en México. Hasta aquí vino y nos lo advirtió nada menos que el secretario de Estado Rex Tillerson. Algo sabrá Estados Unidos cuando, después de un año de la propia elección de Donald Trump, todavía se discute sobre una probable mano negra rusa para que ganara el millonario inmobiliario, hasta entonces ajeno a la política de Washington.
No es de extrañar el injerencismo de las grandes potencias en los procesos electorales de otras naciones, buscando cuidar sus propios intereses. Esto fue más claro durante la Guerra Fría, entre la antigua Unión Soviética y Estados Unidos, con sus marcadas esferas de influencia. Y México, como vecino y socio comercial, con o sin guerra fría, es parte de la esfera de influencia estadunidense.
Esta condición de subordinación y dependencia, plasmada desde la Doctrina Monroe (1823), quedó formalizada con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte –México dejó de ser latinoamericana—, y más aún con la Iniciativa Mérida, con la que Estados Unidos extiende su frontera sur hasta el río Suchiate, a fin de contener in situ las oleadas migratorias.
México ha sido el país más intervenido por EU, antes por la ocupación de su territorio, recién independiente, por la fuerza de las armas o por el poder de las inva…, de las inversiones. Por eso llama la atención que nos asustemos por la presencia de Rusia –aquí ya por el petróleo—, y no por la omnipresencia de Estados Unidos, que comienza por el lenguaje: donde dice Miami, pronunciamosmayami…
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En estos días, conmemoramos los 105 años de la Decena Trágica (del 9 al 18 de febrero de 1913), diez días en que la ciudad de México fue el escenario de la conspiración, golpe de Estado o cuartelazo, que culminó con el asesinato del presidente Francisco I. Madero y del vicepresidente José María Pino Suárez, y la que la intervención de Estados Unidos fue determinante; concretamente, la del embajador Henry Lane Wilson, para quien “Madero era un loco, un fool, un lunatic, que podía y debía ser legalmente incapacitado para ejercer el cargo; esta situación de la capital es intolerable. ‘I will put order’, nos decía dando un golpe en la mesa”, según el testimonio del embajador español Bernardo J. de Cólogan.
“Ésta es la salvación de México. En lo adelante habrá paz, progreso y riqueza”, le diría Wilson, por otra parte, al embajador cubano Manuel Márquez Sterling. “Por una parte intereses estadounidenses, por otra el grupo de los Científicos, a quienes Madero sacó del gobierno. Éstos eran porfiristas que, bajo Díaz, administraban en gran estilo la extorsión y la explotación de la nación”, escribiría el embajador alemán Paul von Hintze. Todos ellos citados por Adolfo Gilly en Cada quien morirá por su lado. Una historia militar de la Decena Trágica (Ediciones Era. México. México. 2013).
El propio Adolfo Gilly adelanta una conclusión: “Vista de cerca la conspiración para tumbar a Madero –o las múltiples entrecruzadas en esos días, que todas juntas eran una sola— se asemejaba, como tantas otras que en el mundo han sido, a una farsa rocambolesca en la cual los civiles –intelectuales, políticos y metiches— creen desempeñar un gran papel, cuando los que en verdad deciden son los dueños de las armas y, detrás de ellos, los dueños del gran dinero.”
Y la opinión (no pedida) del diario The New York Times, el 15 de febrero de 1913, que al hablar del “alivio que da al gobierno de Estados Unidos el colapso del gobierno de Madero”, remata con el siguiente comentario: “La fuente del peligro no está en el pueblo mexicano, que parece mantenerse bastante indiferente, sino en las ambiciones temerarias de los dirigentes políticos rivales. En una tierra tal no hay Madero que pueda tener las riendas en rienda. México necesita un Porfirio Díaz…”
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Hoy, en México, ya no sería necesaria la intervención armada de Estados Unidos: sólo hace falta dominar un solo hombre: el presidente de la República, como lo dijo, en 1924, el ex secretario de Estado, Robert Lansing. Un presidente formado en las universidades estadunidenses, bajo sus valores; situación que se concretó al llegar la camada de cachorros de la Revolución al poder, encarnada con Carlos Salinas, secretario de Programación y Presupuesto con Miguel de la Madrid (1982), y con el que inauguró el ciclo neoliberal, que todavía campea entre nosotros.
Tenemos seis sexenios en que nuestros gobernantes se comportan más como administradores o gerentes de una empresa llamada Mexico Inc., que como estadistas de una nación soberana e independiente. Ajenos a los intereses del país y de la gran mayoría de la población, están más atentos y son obedientes a los dictados del gran capital. Son como estos jugadores de fútbol, con actitudes de vedettes en el terreno de juego, con sus playeras de marca tricolores, plagados de logos de las empresas que los patrocinan –lo mismo autos que papitas— y donde el escudo nacional se desdibuja o se pierde.
Así como los gobiernos miran con molestia a los entes autónomos que escudriñan sus acciones, de la misma manera, en plena globalización (cuyo signo distintivo es la acumulación por despojo), las potencias no soportan que alguien se rebele y anuncie su independencia del centro hegemónico, al tiempo que establece políticas de manejo soberano de sus recursos, que siempre están en la mira de las aves de rapiña que son las grandes corporaciones, sin bandera ni patria, que no sea el poder.
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