En buena onda
Pedro Miguel
En buena onda, señor Felipe Calderón: renuncie.
Ahora ya no se trata de que haya ocupado el cargo
haiga sido como haiga sido, ni de su ilegitimidad de origen, ni del permanente agravio a la certidumbre democrática que significa su presencia en Los Pinos.
Hace mes y medio, vista desde este espacio, su posible salida del cargo parecía una perspectiva riesgosa. Nadie habló de peligro de ingobernabilidad o desestabilización, porque esas situaciones dejaron ya de ser riesgos para convertirse en tragedias reales; mire nada más cómo está Ciudad Juárez. No: lo temible resultaba que el grupo del que usted forma parte utilizara su abandono del cargo como una forma de recomposición; como una manera de desahogar algunas de las exasperaciones sociales que se han ido acumulando, a lo largo de tres décadas, y en forma muy acentuada durante el último trienio, en el cuerpo social; como un ejercicio de gatopardismo para burlar las demandas populares.
Hoy, eso ya es lo de menos. Es claro que su partida no significaría, por sí misma, un triunfo de las resistencias sociales que afloran y se multiplican en el territorio nacional; pero es claro, también, que otros integrantes de la oligarquía político-empresarial y mediática podrían ejercer el poder presidencial mejor que usted. Dicho de otra manera: es que hasta para depredar se requiere de habilidades, si partimos de la suposición de que ustedes lo que quieren es depredar a México, no destruirlo.
Y usted, señor Calderón, está destruyendo al país.
Prometió empleos, y generó un desempleo sin precedentes. Ofreció
vivir mejory ha provocado inflación, carestía, estrechez, pobreza y miseria. Aseguró que acabaría con la delincuencia organizada, pero la delincuencia organizada está acabando con la nación. Juró que gobernaría con fidelidad a la Carta Magna y ha manchado los actos de gobierno en las aguas negras de la inconstitucionalidad. Dijo que resolvería los rezagos educativos, y en pago de favores electorales recibidos entregó el sistema de educación pública a las arbitrariedades caciquiles del gordillismo. Esgrimió la promesa de la supresión de la tenencia y elevó todos los impuestos en forma asfixiante. Formuló un compromiso con la austeridad, y el derroche gubernamental es más obsceno que nunca. Dijo transparencia y generó opacidad. Se comprometió a observar los derechos humanos y ha hundido al país en un horror de desapariciones, tortura, sentencias precocidas contra luchadores sociales. Fanfarroneó con rebasar a López Obrador por la izquierda y se rebasa usted a sí mismo mismo por la ultraderecha, atropellando, en la maniobra, al Estado laico. Pregonó probidad y dejó las guarderías del IMSS en manos de operadores privados inescrupulosos, con un saldo provisional –¿cuántos faltan, señor Calderón?– de 49 niños muertos. Prometió gobernar y desgobierna: sus maneras de ejercicio del poder han destruido hogares, empleos, empresas, ciudades, regiones, vidas y esperanzas.
A últimas fechas se deja usted ver en público malhumorado, a la defensiva, harto de unas responsabilidades que le quedaron grandes. Pero más malhumorados están los de abajo. A fin de cuentas, usted tiene la vida resuelta: en estos tres años le hemos pagado un dineral, hemos sufragado sus gastos más nimios y todos y cada uno de sus caprichos personales e institucionales, y usted ha podido ahorrar la totalidad de sus percepciones (desorbitadas incluso si damos por buena la cifra oficial y guardamos por un momento nuestras perspicacias), sin contar la pensión vitalicia. Ya puede irse a recorrer el mundo acompañado de su corte, o ponerse a leer, o bien (una vez que se consiga meter al orden a la delincuencia y restablecer el control del Estado sobre el territorio) viajar por México y conocer –por fin– el país real. Ya puede gozar la satisfacción de estar incluido en la lista oficial de mandatarios, por más que sus verdaderos mandantes hayan sido no tanto los ciudadanos sino los poderes fácticos.
Ha tenido bastante y para el país ya fue demasiado. Si no ha querido o podido tomar una sola medida patriótica, adopte ahora, cuando menos, una decisión sensata. Deje que la camarilla a la que pertenece eche mano de los artículos 84, 85 y 86 constitucionales y a ver qué hace. Ahora todavía puede usted ahorrarle su nombre a la larga lista de Atilas involuntarios y de Nerones por omisión que en el mundo han sido. El país no aguanta mucho más. Por todas partes cunden expresiones de descontento, de rabia, de un rencor que puede volverse –ojalá que no– un estallido incontrolado e incontrolable.
En buena onda.
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