Ocurre
que de tanto en tanto, en el calor de un humilde hogar, un joven
comunica a sus padres la decisión de hacerse maestro. Éstos intentarán
disuadirlo con mil razones: le hablarán de la remuneración irrisoria, de
las fatigantes jornadas que se prolongan en casa hasta altas horas de
la noche, corrigiendo trabajos y preparando clases; le dirán quizás que
su carácter apacible sufrirá un agriamiento progresivo de tanto tener
que lidiar con muchachos incorregibles, le dirán esto y aquello buscando
que cambie de parecer.
Pero ya el joven anda con un libro bajo el brazo (quizás Pedagogía del oprimido, de Paulo Freire) y su madre recuerda que desde niño ha sentido
compasión por los débiles y que hay en él una indeclinable vocación por
compartir con los demás lo que va aprendiendo de tanto hurgar en los
libros y la realidad. Por añadidura, lo apasiona el saber, se amiga y
encariña con las palabras y, al igual que aquel poeta, al verse de sus
libros rodeado no anhela mayor riqueza ni mejor estado.

Aunque
otros oficios lo puedan llevar a vivir en la comodidad de un palacio,
él siempre buscará estar en medio del calor humano de los salones de
clase y éstos, sin importar en que latitud se levanten, serán el
escenario en que su alma se engrandece.
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