CFE: apaga la luz
Por Adolfo Sánchez Rebolledo | La Jornada
Regeneración, 24 de julio 2014.-Llevamos
ya mucho tiempo inmersos en el torbellino de las reformas, pero el
país, que en los temas cotidianos da la impresión de estarse
desmoronando (véase el fruto podrido de La Gran Familia), no reacciona,
como si la tormenta le estuviera cayendo a otros. Ni siquiera la azarosa
felicidad de los políticos de la gran alianza energética victoriosa
perturba la indiferencia, el pasmo, la actitud resbaladiza de quien se
sabe envuelto en un juego que no es el suyo. Es este, quizá, un
mecanismo para no verse arrastrados por las promesas anticipadamente
incumplidas de los cruzados del mercado: la luz no bajará, la gasolina
tampoco y los únicos nuevos ricos serán las hornadas de funcionarios y
administradores convertidos en modernos businessmen. Pretender que la
aprobación al vapor de muchas reformas es equivalente a diseñar una
estrategia coherente e integral puede ser un desafío letal para un
Estado que añora, bajo las formas democráticas, la centralización del
poder.
La aprobación de las leyes secundarias,
cuyo análisis requerirá de aquí en adelante cursos especializados,
obligará al país a rehacer sus prioridades, instaurando una nueva
finalidad del Estado en consonancia con el catecismo capitalista a
ultranza con que ahora se justifican los intereses en juego. El afán
reformista destilado por el Presidente, con la venia de los poderes
fácticos, la derecha panista y las cohortes de la simulación adscritas
al PRI, en conjunción con la debilidad arrogante de las izquierdas,
impide darle viablidad a una alternativa apoyada por las mayorías,
inaugurando peligrosamente una era de confusión y demagogia, de
incertidumbre.
El
desmantelamiento de los fundamentos constitucionales, que no su
renovación, se ajusta al principio de realidad que los grupos de poder
exigen para asegurarse una favorable correlación de fuerzas. Se ha
cumplido así un viejo anhelo del más antiguo antiestatismo que, en
México, paradójicamente se expandió gracias a los negocios, muchos de
ellos turbios, que los empresarios realizaron al amparo del gobierno,
aprovechando los canales infinitos del contratismo y la corrupción, que
luego fueron las coartadas para atacar a la empresa pública.
La degradación de empresas como la Comisión Federal de Electricidad (CFE) comenzó al día siguiente de la nacionalización de la industria eléctrica extranjeras
que había dominado el mercado desde siempre, sin preocuparse nunca por
darle un sentido social a su negocio. Cuando el Estado mexicaniza las
compañías extranjeras, la oposición de los sindicatos corruptos
afiliados a la CTM surgió de inmediato como un freno al intento de
reorientar el funcionamiento general de la CFE, obligada como estaba a
realizar una profunda modernización del servicio eléctrico. Y ya desde
entonces entre los funcionarios de alto nivel se manifestó la
contradicción de quienes veían en la industria eléctrica la oportunidad
de realizar un gran negocio, favoreciendo con tarifas a los que pudieran
pagarlas, y los que reconocieron en la existencia de la empresa
nacional una palanca para integrar al país, multiplicando –luego de
realizar las transformaciones tecnológicas imprescindibles– las
oportunidades de progreso general. Ingenieros, técnicos, sindicalistas
democráticos, tomaron en sus manos la tarea titánica de extender el
servicio eléctrico y lo hicieron con humildad y patriotismo, sin
aspavientos y sin contaminarse con las jerarquías burocráticas que
desangraban los ingresos de la empresa.
Entonces
y ahora el tema era definir el papel del Estado, sin atarse a la visión
burocrático-estatista ni a la disolvente perspectiva que se negaba a
toda forma de cooperación social en aras de la libertad y la iniciativa
privada, postura que en estos días acaba de obtener una de sus más
sonadas victorias. Hombres como Rafael Galván y otros que lo
acompañaron, al igual que generaciones de jóvenes ingenieros formados en
nuestros centros de enseñanza superior, hicieron posible que México
fuera un poco más soberano y menos injusto. Ellos fueron los derrotados
en esta pugna por la riqueza nacional. Hoy su legado se tira por la
borda, como si en el pasado todo fuera basura despreciable, pero es
urgente volver a su rescate. Nada será como antes ni conviene creer que
la vuelta al pasado es una buena opción, pero es evidente que la
desigualdad, a la que se enfrentó con acierto, digamos, la política de
electrificación rural, que hoy sería inimaginable, no tendrá forma de
revertirse si México no define su presente y su futuro, si no discute
qué hacer y se organiza para ello.
La irritación no es suficiente para mover a la sociedad.
Hay que ganar la batalla de la cooperación y la solidaridad, crear un
nuevo sentido de Estado fundado en principios democráticos que afirmen
los valores de la igualdad y el respeto a la dignidad humana. Las
izquierdas no ganarán la batalla sin prepararse para avanzar en un
sendero mucho más accidentado y complejo, sin reconocer que su fuerza
radica en la comprensión de la mayoría, pase o no por los partidos
actuales.
Las
reformas han soltado las alarmas y nadie sabe qué vendrá más adelante.
No es una cuestión táctica, sino una elección de futuro.
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