El historiador
británico Eric Hobsbawm sostiene que “en todos nosotros existe una zona
de sombra entre la historia y la memoria, entre el pasado como registro
generalizado, susceptible de un examen relativamente desapasionado y el
pasado como una parte recordada o como trasfondo de la propia vida del
individuo”. Y precisando su idea Hobsbawm agrega que “para cada ser
humano esta zona se extiende desde que comienzan los recuerdos o
tradiciones familiares vivos [...] hasta que termina la infancia, cuando
los destinos público y privado son considerados inseparables y
mutuamente determinantes. La longitud de esta zona puede ser variable,
así como la oscuridad y vaguedad que la caracterizan. Pero siempre
existe esa tierra de nadie en el tiempo. Para los historiadores, y para
cualquier otro, siempre es la parte de la historia más difícil de
comprender” [1] .
Pienso que Hobsbawm tiene razón. Algo
similar a lo que él describe me ocurre con la figura de Salvador
Allende. Aunque varias generaciones nos separaban, alcancé a ser su
contemporáneo y a vivir con la ingenuidad de la infancia, primero, y
luego con la pasión de los años adolescentes, el tiempo del apogeo de su
carrera política, que fue también el del punto máximo alcanzado por el
movimiento popular en Chile en sus luchas por la emancipación.
Mi contemporaneidad con Allende y compromiso personal en la causa de la
izquierda y del movimiento popular son obstáculos adicionales que ponen a
prueba mi juicio de historiador. Sin contarme entre quienes que niegan
la posibilidad de hacer “historia del tiempo presente”, aquella de la
cual hemos sido actores o al menos testigos, debo reconocer que aún hoy,
a tres décadas y media del golpe de Estado y de la muerte de Allende,
la emoción me embarga al evocar su persona y al escuchar “el metal
tranquilo” de su voz.
No postulo que la historia (en el sentido
historiográfico o conocimiento sistemático que tenemos acerca de los
hechos del pasado) deba carecer absolutamente de emoción y de pasión,
pero la sociedad espera que los historiadores tengamos un juicio lo más
objetivo, justo y verdadero posible acerca de los acontecimientos
históricos. Creo que sobre la historia de Chile de la segunda mitad del
siglo XX (y de seguro bastante más atrás) mi mirada tendrá siempre la
impronta de alguien comprometido con uno de los bandos en lucha, aun
cuando por honestidad intelectual y personal haga los máximos esfuerzos
por ponderar las “evidencias históricas”, que, como es sabido, pueden
ser acumuladas para apoyar interpretaciones muy disímiles acerca del
devenir de una sociedad o de un grupo humano a través del tiempo.
Creo que en mi caso lo más conveniente es recurrir a la larga duración
que sobrepase con creces su vida, insertándola en el transcurrir general
del movimiento popular en Chile. De esta manera, tomando cierta
distancia de las contingencias que enfrentó el personaje y que son,
precisamente, aquellas que pueden empañar mi visión, quiero aportar un
grano en la comprensión del papel de Allende y, al mismo tiempo, de
algunos fenómenos de nuestra historia.
Me propongo sostener tres premisas:
1°)
Salvador Allende encarnó mejor que nadie desde mediados de la década de
1930 y hasta su muerte en 1973 la continuidad histórica y la línea
central de desarrollo del movimiento popular.
Como es
sabido, las raíces de este movimiento se hunden hasta mediados del siglo
XIX cuando algunos contingentes de artesanos y obreros calificados
levantaron un ideario de “regeneración del pueblo” en base a una lectura
avanzada y popular de los postulados liberales. El mutualismo y otras
formas de cooperación fueron la expresión práctica de este proyecto de
carácter laico, democrático y popular. Con el correr del tiempo, el
desarrollo del capitalismo y la llegada de las ideologías de redención
social provocaron desde fines de ese siglo el ascenso del movimiento
obrero y con él una metamorfosis de la doctrina, las formas de
organización y de lucha de los sectores populares. Desde comienzos del
siglo XX el ethos colectivo del nuevo movimiento se sintetizó en
la aspiración (más radical) de la “emancipación de los trabajadores” y
se expresó en el surgimiento del sindicalismo y la adopción por parte
del movimiento obrero y popular de los nuevos credos de liberación
social del anarquismo y el socialismo. Con todo, a pesar de la mutación
en un sentido de mayor radicalidad (de la “cooperación” a la lucha de
clases), un tronco de tipo ilustrado, regenerativo y emancipador
representó una cierta continuidad entre esas dos fases o momentos del
movimiento popular [2] .
Salvador Allende hizo sus
primeras experiencias políticas cuando el movimiento popular se
aprestaba a transitar por los cauces institucionales que no abandonaría
hasta que el golpe de Estado de 1973 lo interrumpiera brutalmente. Así,
después de más de una década de convulsiones sociales y políticas, a
mediados de los años 30, el movimiento popular y la izquierda, dando su
“brazo a torcer”, optaron mayoritariamente por incorporarse al juego
político institucional, retomando –después de algunas veleidades
rupturistas- un transitar más evolutivo, pacífico, parlamentario y
reformista, que era, en definitiva, el que siempre habían escogido los
trabajadores toda vez que las clases dirigentes se los habían permitido.
Desde este “gran viraje” (según la acepción de Tomás Moulian)
de mediados de los años 30 que inauguró la política de Frente Popular,
la izquierda y el movimiento popular asociado a ella, optó clara y
mayoritariamente por aceptar las reglas puestas por el “Estado de
compromiso” proclamado por la Constitución de 1925, pero que recién por
esos años empezó a hacerse realidad [3] . Allende, como esa
sabido, jugó un papel destacado en esta “nueva” estrategia ya sea como
ministro de Estado, parlamentario, dirigente partidario y –más allá de
sus cargos formales- en tanto líder político popular. El Frente Popular,
luego el Frente del Pueblo, el Frente de Acción Popular y, finalmente,
la Unidad Popular, fueron los hitos aliancistas a través de los cuales
la política de la izquierda y del movimiento popular se hicieron
realidad. Esto fue, en síntesis, el contenido más esencial del
“allendismo” como sentimiento y corriente política de masas. En este
sentido, la acción y la persona de Allende –persistente hasta el último
de sus días en un camino de unidad- fueron la expresión más
paradigmática de una vía y de una estrategia para alcanzar el ideal de
la emancipación popular.
2°) Salvador Allende encarnó la dialéctica no resuelta de reforma o revolución.
Aún cuando el apego de Allende a la vía parlamentaria y a las reglas
del juego del “Estado de compromiso” fueron permanentes, la izquierda y
el movimiento popular en los últimos años de la vida de este líder se
vieron envueltos en un debate y en una encrucijada no resuelta que anuló
los esfuerzos que en distintos sentidos se hicieron para dar conducción
al movimiento y una salida al impasse político. Es el “empate
catastrófico” entre las dos vías –la “rupturista revolucionaria” y la
“moderada revolucionaria” del cual nos ha hablado Tomás Moulian en su Conversación interrumpida con Allende [4] .
A 35 años de distancia, la disyuntiva ¿reforma o revolución? pierde los
contornos que en la década de 1970 nos parecían tan nítidos. Si bien la
revolución “con empanadas y vino tinto” preconizada por Allende, en
esencia la vía electoral reforzada por la movilización popular, mostró
sus límites en un contexto internacional de gran polarización, la
“revolución” tal como la concebíamos entonces, ya no es posible y -más
aún- ni siquiera deseable.
La “caída de los muros”, la
terciarización de las economías, los cambios tecnológicos y de las
estructuras sociales en Chile y el mundo, la emergencia de nuevas
problemáticas y de un mundo unipolar dominado por un gran Imperio, amén
de un sinnúmero de razones que apuntan mayoritariamente a la
consolidación del modelo de dominación, hacen de la “revolución” según
el esquema clásico, un fetiche puramente nostálgico más allá de la
eficiencia técnica (a estas alturas bastante hipotética) de sus métodos
para asaltar el poder.
La oposición entre la vía reformista
electoral y la vía revolucionaria armada no es ya un punto de quiebre al
interior de la izquierda y del movimiento popular, pero sí lo son, por
ejemplo, la adhesión o el rechazo al modelo neoliberal y a la dominación
imperial. A la luz de este nuevo dilema, la política de Allende
adquiere renovada relevancia histórica. Su “reformismo rupturista” o
“reformismo revolucionario” nos parece hoy día -incluso a sus críticos
de izquierda de entonces- el sumun a lo que podríamos aspirar en
estos tiempos de globalización neoliberal. Curiosa paradoja de la
historia: lo que antes era considerado altamente insuficiente llega a
ser “el bien mayor”. El allendismo del período de la Unidad Popular fue
la expresión de una tentativa abortada por resolver en una síntesis
dialéctica la disyuntiva entre reforma o revolución que el contexto
histórico de los años 70 -ahora lo percibimos con claridad- no permitía
solucionar. Con todo, a pesar de verse atrapado en ese callejón sin
salida, Allende en el día de su muerte, y con su muerte, intentó dejar
una herencia política de contenido “reformista revolucionario”.
3°)
En la historia del movimiento popular el golpe de Estado de 1973
representa un quiebre total, un “puente roto” que no se ha vuelto a
reparar.
En su mensaje de despedida Salvador Allende
vaticinó que “otros hombres” superarían ese momento gris y amargo. Esos
nuevos hombres retomarían la senda interrumpida de la izquierda y del
movimiento popular. Los heroísmos, sacrificios y reencantamientos
militantes de la lucha de resistencia contra la dictadura parecieron
reanudar la marcha del movimiento popular. El combate contra la opresión
de la tiranía se inscribía perfectamente en la perspectiva general –y
de muy larga duración- en pro de la emancipación del pueblo. Pero la
infinita “transición a la democracia” que vino enseguida, los acomodos y
reacomodos de la clase política, la decepción y desmovilización
popular, demostraron que sólo por un efecto de espejismo el movimiento
popular había parecido rearticularse duraderamente al calor de las
protestas de la década de 1980. En realidad, una vez que el “enemigo
visible” se metamorfoseó tras el discurso de reencuentro y
reconciliación nacional, el movimiento popular perdió su norte, quedando
en evidencia que el ethos colectivo de la emancipación de los
trabajadores que lo había animado durante tanto tiempo, se había
extraviado o difuminado en medio del derrumbe ideológico que acompañó al
fin del llamado “campo socialista” y en el empeño criollo por recuperar
la democracia.
¿Cuál es el ethos colectivo del mundo
popular en el Chile actual? ¿Hay un cuerpo de ideas básicas que articule
sus demandas? ¿Se manifiesta una aspiración común –como fue en la época
de Allende la conquista de un gobierno popular- que cristalice en un
objetivo político fácilmente identificable las distintas
reivindicaciones sectoriales? ¿Y si esto no es así, sin ese corpus mínimo de ideas y anhelos compartidos, es posible concebir la existencia de un movimiento popular?
La verdad es que los sectores populares han desaparecido en tanto
sujetos políticos, quedando reducidos a la categoría de clientela que
oscila entre las alternativas de administración “progresista” del modelo
o gestión “populista” de derecha del mismo. El mercado ha reemplazado a
las formas orgánicas de sociabilidad que hicieron posible la existencia
de un movimiento popular que tuvo expresiones sociales y políticas, una
de cuyas vertientes históricas más caudalosas y persistentes fue el
allendismo. Es por ello que, al margen de las añoranzas, en términos
políticos reales no hay allendismo actualmente en Chile (porque podría
haber allendismo sin Allende como ha existido en otras partes peronismo
sin Perón o gaullismo sin De Gaulle). Por las mismas razones no ha
surgido un líder popular de la talla de Allende ni nada que se le
parezca. Allende como hombre político –y esto es de Perogrullo- fue el
producto de un tiempo, de una relación entre una personalidad
descollante y un movimiento social y político del cual él fue intérprete
y expresión.
Para que vuelvan a “abrirse las grandes Alamedas”
(que aún permanecen cerradas) se necesitarán de “otros hombres” que
estimulen el desarrollo de fuertes movimientos sociales, hombres y
mujeres capaces de retomar el hilo conductor del movimiento popular en
una perspectiva de futuro y no de mera evocación nostálgica. Mientras
esto no ocurra, el legado político de Allende continuará siendo un
capital inmovilizado, un icono desprovisto de significado histórico
concreto y de operatividad política real.
Dr.
en Historia, profesor del Departamento de Ciencias Históricas de la
Universidad de Chile. La primera versión de este texto fue publicado en
2003.
[1] Eric Hobsbawm, La era del imperio, 1875-1914, Buenos Aires, Crítica, 1998, pág. 11.
[2] Sergio Grez Toso, De la “regeneración del pueblo” a la huelga general. Génesis y evolución histórica del movimiento popular en Chile (1810-1890),
Santiago Ediciones de la DIBAM – RIL Ediciones, 1998; “Una mirada al
movimiento popular desde dos asonadas callejeras (Santiago, 1888-1905)”,
en Cuadernos de Historia, N°19, Santiago, diciembre de 1999, pp.
157-193; “Transición en las formas de lucha: motines peonales y huelgas
obreras en Chile (1891-1907)”, en Historia, vol. 33, Santiago, 2000, pp. 141-225; Los anarquistas y el movimiento obrero. La alborada de ‘la Idea’ en Chile (1893-1915), Santiago, Lom Ediciones, 2007.
[3]
Tomás Moulian, “Violencia, gradualismo y reformas en el desarrollo
político chileno”, en Adolfo Aldunate, Ángel Flisfich y Tomás Moulian, Estudios sobre el sistema de partidos en Chile,
Santiago, FLACSO, 1985, págs. 13-68. La idea del “gran viraje” de la
izquierda está expuesta más específicamente en págs. 49 y 50.
[4] Tomás Moulian, Conversación interrumpida con Allende Santiago, LOM Ediciones – Universidad ARCIS, [1998].
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