- Bazar de la cultura: Juan Amael Vizzuette Olvera
“Mi bisabuelo comenzó a trabajar la cartonería hace ciento diez años, en Celaya, Guanajuato. Somos ya la cuarta generación”, explica el maestro Sotero Lemus, uno de los participantes en el V Festival de la Cartonería, celebrado del 12 al 18 de abril en la Alameda de Santa María la Ribera, colonia que era joven y moderna cuando los mayores de don Sotero emprendieron este arte. La capital se preparaba entonces para celebrar las famosas Fiestas del Centenario, entre “calandrias”, tranvías y trajineras.
El maestro Sotero Lemus lleva 40 años en el arte de convertir el cartón en esculturas coloridas. Cuenta que la dinastía celayense ha necesitado adaptar sus creaciones a los cambios en el gusto y en las necesidades para mantener su tradición viva: “Cada generación ha tenido sus bemoles, su problemática. Ha habido años y años en que la tradición se pierde ¿Por qué? Porque no es comercial, porque no se adapta a los nuevos espacios. Vuelve a surgir después de determinado tiempo a través de las máscaras”.
Mientras más crecen las ciudades, los espacios y los tiempos más se encogen, por lo que el arte cartonero se tiene que adaptar: “La cartonería, al igual que la sociedad, evoluciona; ahora ya no son los grandes monigotes, ya no son las grandes figuras de formas raras, que anteriormente se veían en forma cotidiana en los mercados o en las plazas públicas. Ahora son piezas pequeñas, piezas muy, muy detalladas, muy elaboradas, porque a la gente le gusta precisamente que sean piezas de colección y no figuras enormes destinadas a quemarse”, dice el maestro Sotero Lemus.
A los visitantes extranjeros les atraen estas figuras insólitas, que forman mundos en que nada es imposible. Los personajes, más pequeños apenas alcanzan los diez centímetros y hallan fácil acomodo para alegrar cualquier departamento, negocio u oficina; las obras mayores superan los dos metros y recuerdan los colosales “judas” que guarda el Museo-Estudio Rivera-Kahlo de Altavista.
LAS PRODIGIOSAS MANOS MEXICANAS
“Desafío a su mejor trabajador a que iguale esta creación de los artesanos mexicanos”, les dijo un empresario mexicano a los ejecutivos de una famosa compañía bávara, mientras les mostraba una pieza de arte popular mazahua. Los alemanes admitieron que aquella maestría les garantizaba una calidad insuperable para sus productos. Y no se equivocaron.
El arte popular mexicano, explica Juan Jiménez Izquierdo en su libro “La cartonería popular” (Eridu Ediciones, México, 2012), se nutrió de dos vertientes en la época de la Colonia: la originaria de la tradición mesoamericana, y la que trajeron los españoles desde el Viejo Mundo.
Con el paso del tiempo, llegaron otros influjos. Las famosísimas muñecas mexicanas de cartón, llamadas “Lupitas” o “Gorditas”, al parecer, se inspiraron en las muñecas francesas que estuvieron de moda durante la época porfiriana. Aquellas poupées, de porcelana y celulloïd (“sololoi”, decía el pueblo) eran encantadoras, pero inaccesibles para la mayoría de la gente, así que los artesanos cartoneros crearon sus propias versiones, que llenaron incontables infancias.
Su atuendo, explica Jiménez Izquierdo, parece una estilización de los trajes de baño que se usaban a finales del siglo XIX, y comienzos del XX. O tal vez se trate de un atavío circense. Las modas del ayer se recrearon en otras muñecas artesanales, que vistieron traje sastre y sombrero de ala corta, en evocación de las estrellas del cine.
“¡Acá están sus muñecas! ¡Muñecas nacionales, hechas en México! ¡Son buenas, bonitas y baratas!”, pregonaba una vendedora decembrina en la película “El papelerito” (México, 1950), de Agustín P. Delgado.
Y es que los juguetes son una de las mayores expresiones de la cartonería mexicana: si las niñas jugaban con las “Lupitas”, para los varones había caballitos de cartón. Aun hoy, en estos tiempos de bólidos, aviones y naves espaciales, los corceles son para muchos niños un símbolo de la aventura; durante la era de las matinées, ser un niño significaba jugar a los vaqueros y una cabeza de cartón o madera convertía un palo en compañero de aventuras, como los de Tom Mix, Buck Jones, Bill Boyd o Tim McCoy, como decía Chava Flores.
Había además cascos de romanos legionarios o de soldados tricolores; hoy se encuentran luchadores enmascarados, jirafas psicodélicas, pollitos multicolores, burritos de pelaje barroco, mariposas monarca, títeres, toritos, alebrijes y dinosaurios.
Para el Día de Muertos abundan las calacas de incontables oficios; hay algunas famosas, como la calaca-Frida o la calaca-Blue Demon; no faltan las calaveras policromadas para las ofrendas.
Los maestros de la cartonería, que trabajan con materiales recuperados, han sido precursores del reciclaje, mucho antes de que se acuñara el término, a decir de los especialistas en arte popular.
Los “judas” para Semana Santa fueron una más de las manifestaciones de la cartonería. La más espectacular, porque aquellos personajes culminaban su colorida existencia en explosiones estruendosas, cada Viernes Santo, para desquite simbólico del pueblo ante los sucesores de Iscariote, metamorfoseados en toda clase de tunantes modernos.
La investigadora Pascuala Corona en “Fiesta” (Dirección General de Culturas Populares, México, 1997, citado por Jiménez Izquierdo), consigna los versos populares contra el discípulo que recibió las treinta monedas por vender a su maestro:
“Éste es el Judas traidor, que vendió a Nuestro Señor, tiene las alas de infierno y huele a puritito cuerno (…) Miren al Judas traidor, en castigo a sus pecados, lo han hecho tronador esos muchachos malcriados. Dejen todas las matracas, que la gloria al fin se abrió y el Judas ya reventó en medio de la alharaca. El judero ya se va, volverá hasta el año que entra, a vender judas y judas, para acabalar su cuenta”.
Había judas con cuello de resorte, conocidos como “judas de gaznate”; al moverse sacudían la cabeza. Algunos judas se convertían en ornamentos para los cofres camioneros o para las antenas de los coches.
Las crónicas refieren que había judas rellenos de regalillos, que la explosión repartía al azar entre la concurrencia, viva y acechante, como en el aporreo de las piñatas, para atrapar alguno de los regalos.
La tradición había llegado de España, como lo testimonia el poeta de Moguer, Juan Ramón Jiménez, en “Platero”, cuando trata de serenar a su atemorizado amigo: “¡No te asustes, hombre! ¿Qué te pasa? Vamos, quietecito. Es que están matando a Judas, tonto. Sí. Están matando a Judas”.
La ciudad de los años setenta no era ya la de mediados del siglo XX, como dice el maestro Sotero Lemus. La tradición de quemar a los Iscariotes de cartón se desvaneció hasta desaparecer. El Festival de la Cartonería, que cumple ya su quinta edición, la ha revivido, ahora con menos pólvora, con distancias reglamentarias que separan a los monigotes de la concurrencia y otras medidas de seguridad.
No está de más la recomendación de atender las instrucciones de los organizadores a la hora de la quema de los Iscariotes.
A veces, las figuras elegidas resultan de veras tan admiradas, que se les termina por indultar, como a los toros ilustres, y se les destina al coleccionismo.
En la página de Facebook Feria de la Cartonería, se puede consultar el programa completo.
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