como un refugio para la vida más digna
Sus restos fueron velados en el club de futbol Defensores, del barrio donde vivió durante 60 años
aunque siempre estamos dando vueltas en ese camino, sin poder llegar, como decía.
Murió en su casa sencilla en Santos Lugares, localidad del sector popular de la provincia de Buenos Aires, al oeste de la capital argentina, donde vivía desde hace 60 años, y cómo el había pedido, sus restos fueron velados esta tarde, en un club de su barrio (Defensores de Santos Lugares), rodeado por vecinos, que desde la mañana comenzaron a dejar ramos de flores en las rejas y mensajes colgados en los árboles de su casa.
Hacía años que su salud estaba quebrantada, y desde 2008 había empeorado. Sólo recibía a familiares y amigos muy cercanos. Aunque aparecía como un hombre hosco, tenía un humor muy especial y rescataba la humildad
como un refugio para la vida más digna.
También había pedido expresamente austeridad en su velatorio y que no enviaran arreglos florales o que, en todo caso, se reuniera ese dinero para una fundación que ayuda al hospital público para niños más importante de esta capital.
Sábato nació el 24 de junio de 1911 en Rojas, Provincia de Buenos Aires; luego vivió en La Plata, capital provincial, donde estudió física. Allí conoció a Matilde Kusminsky Richter, con quien se casó en 1936, y por la iglesia en 1990.
La muerte de su esposa en 1998 fue un golpe que no superó, como tampoco la de su hijo mayor Jorge Sábato, quien falleció en 1995 en un accidente automovilístico. En sus últimos años vivió con Elvira González Fraga, quien fue su asistente, y quien lo cuidó con dedicación en todo este tiempo.
Sábato tuvo una vida muy buena, amó a su esposa Matilde y a sus hijos y siempre fue muy querido, dijo Elvira, quien confirmó que el escritor falleció a causa de una neumonía y que en los últimos tiempos su salud era muy delicada, pero todavía pasaba
buenos momentosescuchando música.
Sábato tuvo una vida muy buena, amó a su esposa Matilde y a sus hijos y siempre fue muy querido, dijo Elvira González Fraga, su compañera
Se me cierra la garganta al recordar la mañana en que vi entrar a ese hombre silencioso, aristócrata en cada uno de sus gestos, que con palabra mesurada imponía una secreta autoridad: Pedro Henríquez Ureña. Aquel ser superior tratado con mezquindad y reticencia por sus colegas, con el típico resentimiento de los mediocres, al punto que jamás llegó a ser titular de ninguna de las facultades de letras.
hubo en tiempos en los que Argentina y México eran los lugares de encuentro de todos los hombres de las palabras y la gran literatura.
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