La escuela primaria José Urbina López
está cerca de un basurero al otro lado de la frontera con México.
La
escuela es para los residentes de Matamoros, una ciudad polvorienta de
489,000 habitantes, siendo ésta un punto central en la guerra contra el
narcotráfico. Hay balaceras con frecuencia, y es común que los lugareños
por la mañana se encuentren con cuerpos tirados por la calle. Para
llegar a la escuela, los estudiantes recorren un camino de terracería
que corre paralelo a un canal de aguas negras.
Una mañana reciente había un tractor de
los años 40s, un bote pudriéndose en una zanja, y un grupo de cabras
mordisqueando hilos de pasto. Una pared de bloques de hormigón separa a
la escuela de un terreno baldío—su parte más lejana es un montecito de
basura que creció tanto, que finalmente lo cerraron. Casi todos los
días, un olor fétido se cuela por los salones construidos de cemento.
Algunos le llaman a escuela “un lugar de castigo.”
Para Paloma Noyola Bueno, una niña de 12
años, era un vértice de luz. Hace más de 25 años, su familia se cambió
del centro de México a la frontera, en búsqueda de una vida mejor, pero
acabaron viviendo al lado del basurero. Su papá se pasaba todo el día
escarbando por chatarra, buscando pedazos de aluminio, vidrio, y
plástico entre el desecho. Recientemente, le empezó a sangrar la nariz
con frecuencia, pero no quería que Paloma se angustiara. Era su
angelito—la más chica de ocho hijos.
Después de la escuela, Paloma solía
regresar a casa y sentarse con su papá en la sala; él era un hombre
delgado y acabado por el sol quien siempre llevaba puesto un sombrero
vaquero. Vestida en su uniforme bien planchado – una playera gris con
falda azul y blanco — Paloma le contaba lo que había aprendido en la
escuela para animarlo; ella tenía pelo negro y largo, una frente alta, y
una forma de hablar pausada y analítica. La escuela jamás había sido un
reto para ella. Se sentaba en filas con los otros alumnos mientras los
maestros les decían lo que tenían que aprender. Al entrar al quinto año,
pensó que iba a ser más de lo mismo — sermones, memorizaciones, y
tareas sin consecuencia.
Sergio Juárez Correa estaba acostumbrado
a enseñar este tipo de clase ya que por cinco años, se había parado
delante de sus alumnos mientras recitaba el mismo programa impuesto por
el gobierno. Era extremadamente aburrido para ambos, él y los niños, y
había concluido que era una pérdida de tiempo; las calificaciones eran
bajas, y los mismo alumnos que tenían buenas notas no mostraban mucho
interés. Algo tenía que cambiar.
Juárez Correa también había crecido al
lado de un basurero en Matamoros, y se convirtió en maestro para así
ayudar a los niños a aprender lo suficiente para que pudieran hacer algo
con sus vidas. En 2011—el año que Paloma entró a su clase—Juárez Correa
decidió empezar a experimentar. Empezó a leer libros y a buscar ideas
en el internet; se topó con un video sobre el trabajo de Sugata Mitra,
un profesor de tecnología educacional en la Universidad de Newcastle en
el Reino Unido. A finales de los 90s y durante la década de los años
2000, Mitra experimentó dándoles acceso a computadoras a niños en la
India. Sin decirles nada, los niños aprendieron solos una variedad de
cosas sorprendentes—desde como se replica el ADN hasta el idioma inglés.
El maestro de escuela primaria Sergio
Juárez Correa, 31, cambió totalmente su forma de enseñar, y así
descubrió las habilidades extraordinarias de Paloma Noyola Bueno, su
alumna de 12 años.
Juárez Correa aún no lo sabía, pero se
había encontrado con una filosofía educacional nueva, la cual aplica la
lógica de la era digital, al salón de clase. Esa lógica es inexorable:
El acceso a todo un mundo de información ha cambiado la forma de como
nos comunicamos, como procesamos información, y como pensamos. Los
sistemas descentralizados se han mostrado más productivos y ágiles que
los rígidos. La innovación, la creatividad, y un modo de pensar
independiente, son cada día más importantes para la economía global.
Y aún así, el modelo dominante en la
educación pública tiene todavía sus raíces en la revolución industrial
que lo engendró—cuando los centros de trabajo valoraban la puntualidad,
la regularidad, la atención, y el silencio sobre todo. (En 1899, William
T. Harris, el comisionado de educación estadounidense, celebró que las
escuelas del país habían tomado la “apariencia de una máquina,” la cual
enseña al estudiante “a comportarse en una manera ordenada, a mantenerse
en su lugar, y a no estorbar.”) Ya no proclamamos esos valores hoy en
día, pero nuestro sistema de educación – el cual pone en prueba la
habilidad de los niños de memorizar información y de dominar solo un
juego estrecho de técnicas—mantiene que los estudiantes son material que
tiene que ser procesado, programado y examinado por su calidad. Los
administradores escolares establecen parámetros y guías que les indican a
los maestros lo que tienen que enseñar cada día. Legiones de
administradores supervisan todo lo que pasa en los salones de clase; en
2010 solo el 50 por ciento de los empleados de las escuelas públicas, en
Estados Unidos, eran maestros.
Los resultados hablan por si mismos:
Cientos de miles de niños dejan la escuela secundaria cada año. De los
que sí se gradúan, casi un tercio “no están preparados académicamente
para clases universitarias del primer año,” según el reporte del
servicio de exámenes ACT del 2013. El Foro Económico Mundial clasifica a
los Estados Unidos como cuadragésimo noveno de 148 países desarrollados
y no desarrollados, en cuanto a calidad de instrucción en ciencias y
matemáticas. “La base fundamental del sistema está fatalmente
defectuosa,” dice Linda Darling-Hammond, profesora de educación en
Stanford y la directora fundadora de la Comisión Nacional Sobre la
Enseñanza y el Futuro de América. “En 1970 los tres conocimientos
prácticos más codiciados por las compañías en el Fortune 500 eran: leer,
escribir y aritmética. En 1999, eran: trabajar en equipo, resolución de
problemas, y habilidades interpersonales. Necesitamos escuelas que
desarrollen estas habilidades.”
Y es por eso, que una nueva generación
de educadores, inspirados por el internet, la psicología evolucionaria,
la neurociencia y la inteligencia artificial, están inventando nuevos
métodos radicales para que los niños aprendan, se desarrollen, y
prosperen. Para ellos, la sabiduría no es un producto que pasa de manos
de maestro a estudiante, si no es algo que surge de la curiosidad de los
estudiantes. Los maestros proporcionan claves, no respuestas, y luego
se alejan para que ellos mismos se enseñen y aprendan de cada uno. Están
creando formas para que los niños descubran sus propios intereses—y en
ese proceso estos maestros están desarrollando una generación de genios.
En su casa en Matamoros,
Juárez Correa se encontró completamente absorbido por estas ideas.
Mientras más aprendía, se sentía más entusiasmado. En agosto del 2011—al
comienzo del año escolar—entró a su salón y formó grupos pequeños con
los escritorios maltratados de madera. Cuando Paloma y los otros
estudiantes entraron al salón, como que se confundieron. Juárez Correa
los invitó a sentarse y luego él también se sentó con ellos.
Les empezó a contar que había niños en
otras partes del mundo que podían memorizar pi a cientos de puntos
decimales. Podían escribir sinfonías y construir robots y aviones. Casi
nadie se imaginaría que los alumnos de la escuela José Urbina López
pudieran hacer ese tipo de cosas. Los niños al otro lado de la frontera
en Brownsville, Texas, tenían computadoras, acceso a internet rápido, y
clases particulares, mientras tanto en Matamoros tenían electricidad
intermitente, pocas computadoras, internet limitado, y a veces, no
tenían ni que comer.
“Pero ustedes sí tienen algo que los hace semejantes a cualquier niño en el mundo,” les dijo Juárez Correa. “Potencial.”
Juárez Correa miró alrededor del salón.
“De ahora en adelante,” les dijo, “vamos a usar ese potencial para que
se conviertan en los mejores estudiantes del mundo.”
Paloma se quedo callada, esperando que
el maestro le dijera lo que tenía que hacer. No se había dado cuenta que
durante los próximos nueve meses, su experiencia escolar iba ser
reescrita, con innovaciones educacionales de todo el mundo y que éstas
iban a lanzarla a ella y a sus compañeros a la clasificación más alta en
matemáticas y lenguaje en todo México.
“Entonces,” dijo Juárez Correa, ”¿que quieren aprender?”
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Sugata Mitra y niños |
En 1999, Sugata Mitra era
el jefe científico en una compañía de Nueva Delhi que entrenaba a
programadores de software. Su oficina estaba a lado de un barrio pobre, y
un día — por una corazonada — decidió poner una computadora en un
recoveco junto a la pared que separaba su edificio del barrio. Estaba
curioso de ver lo que los niños harían, particularmente si no les decía
nada. Simplemente prendió la computadora y observó a distancia. Se
sorprendió cuando vió que aprendieron como usarla rápidamente.
Como pasaron los años, la ambición de
Mitra creció. Para un estudio publicado en 2010, instaló programas de
biología molecular en una computadora y la puso en Kalikuppam, una aldea
en el sur de la India. Seleccionó un grupo de niños de 10 hasta 14 años
y les dijo que la computadora contenía algunas cosas interesantes, por
si querían averiguar. Y después aplicó su nuevo método pedagógico: no
dijo nada más y se fue.
A través de los próximos 75 días, los
niños averiguaron como usar la computadora y empezaron a aprender.
Cuando Mitra regresó, les aplicó un examen escrito de biología
molecular. Los niños respondieron una de cada cuatro preguntas bien.
Después de otros 75 días, con el apoyo de un vecino amistoso, ya podían
responder dos preguntas bien. “Si les pones una computadora y quitas
todas las restricciones de adultos, los niños se organizarán solos
alrededor de ella,” dice Mitra, “como abejas alrededor de una flor.”
Un proselitista carismático y
convincente, Mitra se ha convertido en un encanto del mundo tecnológico.
Al principio del 2013, se ganó una beca de un millón de dólares de TED,
la conferencia global de ideas, para continuar su trabajo. Ahora está
en el proceso de establecer siete “escuelas en la nube,” cinco en la
India y dos en el Reino Unido. En la India, la mayoría de sus escuelas
serán de solo un salón. No habrá maestros, programas establecidos, o
separación por edades—solo como seis computadoras y una tutora que
velará por la seguridad de los niños. Su principio definidor: “Los niños
están completamente en control.”
“La verdad es que si no eres tú el que controla lo que aprendes, no vas a aprender tan bien.”
Mitra argumenta que la revolución de la
información ha posibilitado un estilo de aprendizaje que no había
existido antes. El exterior de sus escuelas serán casi de vidrio
solamente para que la gente pueda mirar hacia dentro. Ahí, los alumnos
se juntarán en grupos alrededor de las computadoras e investigarán temas
que les interesen. También ha reclutado un grupo de maestros británicos
retirados que se aparecerán en pantallas gigantes de vez en cuando por
Skype, impulsando a los niños a que investiguen sus ideas—un proceso que
Mitra cree fomenta el aprendizaje mejor que otros métodos. Se refiere a
estos maestros virtuales como la “Granny Cloud”—la Nube Abuelita.
“Serán de tamaño natural, en dos paredes,” Mitra dice. “Y los niños
pueden apagarlos cuando quieran.”
El trabajo de Mitra tiene raíces en
métodos educativos que datan desde la época de Sócrates. Teóricos desde
Johann Heinrich Pestalozzi a Jean Piaget y María Montessori dicen que
los estudiantes deben aprender jugando y persiguiendo su curiosidad.
Einstein pasó todo un año en los 1890s en una escuela inspirada por la
filosofía de Pestalozzi, y después le agradeció a ésta, haberle dado la
libertad de comenzar a pensar, sobre lo que sería su teoría de
relatividad. Los fundadores de Google, Larry Page y Sergey Brin, también
reclaman que el haber atendido un escuela Montessori, los llenó de un
sentido de independencia y creatividad.
Recientemente, investigadores
científicos han comenzado a comprobar estas teorías. Un estudio del 2011
de unos científicos en la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign y
la Universidad de Iowa escanearon la actividad cerebral de 16 personas
sentadas en frente de una pantalla de computadora. La pantalla estaba
borrosa excepto por un pequeño cuadrado que se podía mover y por el cual
podían ver objetos trazados en una cuadricula. La mitad del tiempo, las
personas controlaban la ventanilla. Ellos podían determinar cuanto
tiempo pasaban examinando los objetos. El resto del tiempo, solo miraban
una reproducción de alguien más moviendo la ventanilla. Los científicos
descubrieron que las personas que controlaron sus propias
observaciones, exhibieron más coordinación entre el hipocampo y otras
partes del cerebro relacionadas con el aprendizaje y también un
incremento de 23 por ciento en su capacidad de recordar objetos. “La
verdad es que si no eres tú el que controla lo que aprendes, no vas a
aprender tan bien,” dice el científico Joel Voss, quien ahora es un
neurocientifico en la Universidad Northwestern.
En 2009, científicos de la Universidad
de Louisville y del Instituto Tecnológico de Massachusetts hicieron un
estudio con 48 niños de edades entre tres y seis años. Les dieron un
juguete que podía chirriar, tocar notas musicales, y reflejar imágenes,
entre otras cosas. A un grupo de niños un científico le mostró una de
esas funciones y después dejó que ellos jugaran con el. Al otro grupo no
les dijo nada. Este grupo jugó por más tiempo y descubrió en promedio
seis funciones del juguete. El otro solo descubrió cuatro. Un estudio
similar en la Universidad de California en Berkeley demostró que cuando
no se les dá ningún tipo de instrucción a los niños, ellos conciben
soluciones originales a los problemas con más frecuencia. “Este tipo de
ciencia es nuevo, pero la gente ya había tenido intuición sobre ésto
antes,” dice uno de los autores del proyecto, Alison Gopnik, profesora
de psicología en la Universidad de California en Berkeley.
El trabajo de Gopnik está basado en
parte en avances en la inteligencia artificial. Si programas cada
movimiento de un robot, dice Gopnik, no tiene la capacidad de adaptarse a
cosas inesperadas. Pero si los científicos construyen máquinas
programadas a experimentar con una variedad de movimientos y a aprender
de sus errores, entonces los robots se hacen más diestros y hábiles. El
mismo principio se puede aplicar a los niños, dice Gopnik.
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