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lunes, 29 de noviembre de 2010
Herencia académica de Carlos Montemayor. Felipe Galván
Herencia académica de Carlos Montemayor.
Felipe Galván
…mis sueños golpean hasta quedar desnudos
desenterrados del sueño
del grito nuevamente ancestral
lucha y voz sujetas a nosotros…
De Elegía, C. M.
Conocí a Carlos Montemayor en 1981, cuando la Universidad Autónoma Metropolitana lanzó su histórico proyecto denominado Nueva Dramaturgia Mexicana. Llegué al programa con mi Historia de Miguel, en donde relato una ficción escénica partiendo de la desaparición de Miguel Nájera Nava, uno de los centenares guerrerenses levantados por la furia priísta echeverri-figueroista en los tempranos setenta. A Emilio Carballido, quien me llevó al programa, el tema le apasionó desde un principio; a Guillermo Serret, el operador del mismo, le entusiasmo igual o más, lo cual demostraba con su atingencia y efectividad desde la producción institucional.
Detrás de él estaba su jefe, el director de Difusión Cultural de la UAM, un observante casi silencioso que, tras de una pipa, unos lentes y la elegancia trajeada, escondía su profundidad analítica que dejaba entrever en la mirada. Su silencio y su penetrante observación me llamaron la atención tanto que le tuve que preguntar a Serret:
-¿Oye Guillermo, que onda con tu jefe?
-Pues es el jefe.
-¿Y de dónde viene, quién es?
-Viene de las Letras Clásicas y es un estudioso muy fuerte en ello.
No requerí más. Ser un clasicista en el México setentero, y creo que todavía hoy, es etiqueta de académico fuera de serie. En esta sociedad tan mexicanista en el discurso y tan encerrada en sí misma, los clásicos parecían fuera de foco; ya la Escuela Nacional Preparatoria, desde los sesenta, había cancelado los cursos de etimologías greco-latinas. El jefe de Difusión de la UAM me pareció un habitante del Olimpo nacional, ese Olimpo que a todos nos oculta el Citlaltepetl, la Malitzin, la Iztacihuatl y el Popocatepetl. Interesante como curiosidad académica, pero incluso creí que Serret le había impuesto el programa de NDM. Cuando un poeta sucedió a Montemayor en la jefatura y materialmente asesinó al programa, entendí que ese proyecto, el más importante para la promoción de casi toda una generación dramatúrgica mexicana, existió por la claridad, sensibilidad y compromiso con las nuevas generaciones creativas que poseía Carlos Montemayor.
Las llaves de Urgell, su primera reunión de textos narrativos fue también mi primer acercamiento profesional a él. La lentitud llena de silencios, rumores bajos enmascarados de no decires y la musicalidad en cantos tristes, dificultó entonces mi lectura; me tomó años entender que era el ritmo que él percibía en los pueblos mineros, como varios en la zona de su natal y primigenio Parral.
Años después me maravilló Guerra en el Paraíso. Indudablemente que no fui el único, la novela es el canto colectivo de una construcción sobre el río artificial guerrerense; el río de la sangre de luchadores sociales y sospechosos de ser luchadores sociales, que caían en manos de verdugos priístas en traje verde olivo, o sin éste, para ser arrojados desde aviones militares al pacífico, sumergidos en pozos sin fondo o inhumados en fosas clandestinas. Esta es la línea de trabajo establecida por Carlos Montemayor en la cual no tiene parangón por su compromiso, su valentía y, sobre todo, su rigor. Un rigor que seguramente viene de su acercamiento como estudioso, traductor y crítico de los clásicos.
Cuando a fines del siglo pasado mi maestra Luz María Suárez Soto me llamó para prologar su biografía del Chebo García, su esposo asesinado en la Huasteca Potosina por fuerzas federales, le planteé que el adecuado para ello era Carlos, ella aceptó insistiéndome en que si Carlos no estaba dispuesto lo prologara yo. No hubo necesidad, bastó que le dijera quien era el biografiado para darse a la tarea de inmediato. Por esa generosidad ante la necesidad de hablar, con precisión histórica y verdad social, de cualquier criminalidad oculta o enmascarada por quien la ejerció, la oficialidad estatal generalmente, todos lo conocimos, lo respetamos y lo admiramos. Pero la línea de trabajo sobre las perversiones de muerte por necesidad de estado mexicano, no era la única en Carlos.
Cuando de lenguas indígenas o manifestaciones indígenas marginales se trata, Montemayor lo mismo ensaya en Pueblos indios en México, que antologa en La voz profunda: Antología de la Literatura Mexicana en Lenguas indígenas, o desarrolla preceptiva poética como en Arte y plegaria en las Lenguas indígenas de México o Arte y trama en el cuento indígena. En está última se puede observar la aplicación del aparato crítico clasicista a la literatura indígena; cuestión de originalidad máxima de reflexión cualitativa para posibilitar la trascendencia de esa literatura tan olvidada como los pueblos que la producen. Y si lo anterior fuera insuficiente como estudioso de las letras indígenas, es capaz incluso de editar un diccionario náhuatl.
Una línea más, cultivada por nuestro autor fue la de los poetas goliardos, aquellos clérigos o universitarios vagabundos de vida libre, crítica, gozosa y, según diversos concilios, pecaminosa; amantes del epicureismo lo que mostraban en su amor al vino, a la taberna, al juego, a las mujeres y al amor; por supuesto eran y son el lado creativo de composiciones anónimas y escondidas en la edad media y, claro está, el lado condenado por el discurso hegemónico papal romano mojigato. La semana pasada cuando presentaron en cadena nacional a los niños del coro azteca, estos cantaban con gesto de divinidad la letra medieval anónima a la que Carl Orf le puso música, los niños y jóvenes guardaban tal circunspección en sus gestos que seguramente pensaban que le cantaban a la divinidad. Establezco la hipótesis que ni Ricardo Salinas Pliego ni alguno de sus empleados musicales, les dijo que la letra del Carmina Burana es un canto a la vida, al gozo, a la libertad del placer; estoy seguro que ni el mencionado ni sus asalariados conocen la traducción de Carlos Montemayor al texto medieval musicalizado por el alemán Carl Orf.
Dejo por ahora la línea musical que nuestro maestro exploró, estudió y divulgó; una más que bien podemos sumar a las anteriores y la muestra está en el pentagrama de Modesto López, quien la ha guardado celosamente.
Detengámonos ahora en el enlistado de líneas: reprimidos mexicanos, indígenas no atendidos por el racismo cultural del país, goliardos satanizados por el clero de entonces además de desconocidos por las sociedades del ahora y clásicos que parecen engavetados en el olvido. Podríamos decir que los clásicos salen del esquema de voces marginadas, escondidas o silenciadas por cualquier medio. Los clásicos pudieran parecer atípicos en el enlistado. Sin embargo creo que no, sobre todo en esta época de pragmatización del conocimiento. El término lo utilizo por primera ocasión, pero creo que es correcto. El hombre de la contemporaneidad posmoderna o neobarroca o multicultural, ha ingresado en un peligroso manejo del conocimiento.
Pareciera que en estos tiempos no es importante el conocimiento total o, por lo menos, general; el pragmatismo, signo de épocas recientes, apela al conocimiento exclusivo del terreno en que el individuo se desenvuelve; y entonces ¿para qué la historia? ¿Para qué el conocimiento de los clásicos? Desde esa real y opaca perspectiva el acercamiento a los clásicos, en nuestros pragmáticos tiempos, también aparece como necesidad de resaltar voces que tienden a ser olvidadas; amén que, por ser su formación académico literaria de primera instancia, bien parecen ser el sustrato necesario a la segunda característica de la obra montemayoriana: el rigor.
Haciendo hincapié en la primera característica de la obra de Carlos Montemayor, esta resalta la necesidad de dar voz a lo sin voz, resaltar lo escondido, rescatar lo silenciado o, incluso, revivir lo asesinado. La totalidad de su obra literaria se encuentra permeada longitudinal y transversalmente por esta característica en cualquiera de las variantes mencionadas. Escuchamos hablar a los indígenas de decenas de lenguas que no tienen voz incluso para la SEP, nos descubre a centenares de asesinados por el priísmo echerri-figueroista en el Estado de Guerrero de los setenta, rescata a los clásicos en tiempos de olvido y alejamiento de estos y revive a las centenares de enriquistas asesinados a las puertas de Bellas Artes por los dorados priístas de Miguel Alemán. Por supuesto estos son sólo algunos ejemplos de la vasta obra de Carlos Montemayor que no es únicamente una definición de postura ante la vida por el lado social en el que se encuentra definido, también está presente en la exigencia académica de la verosimilitud y la utilización de la metodología adecuada. No basta con estar alineado del lado del humanismo, la obra sería vana, intrascendente y proclive al olvido si no fuera por el rigor de cala profunda académica, de exigencia científica y de excelencia en la verdad histórica.
Esa es la naturaleza de la herencia académica de Carlos Montemayor. Muchos continuarán haciendo hablar a los sin voz, descubriendo lo oculto del autoritario régimen, rescatando a los clásicos del olvido, denunciando, exponiendo y reviviendo asesinados por la hipocresía priísta de más de setenta años de, según Vargas Llosa, dictadura perfecta; pero sólo aquellos que, además, incorporen el rigor en el trabajo de investigación y la verdad en la transparencia histórica, accederán a la herencia de Carlos Montemayor: Humanismo comprometido y verdadero, junto al rigor académico inexcusable de alta exigencia.
Habría que sugerir, llamar la atención e incluso demandar la creación de la Cátedra Carlos Montemayor. El espacio para ello bien podría ser su institución de origen, la UNAM; la de trabajo, la UAM; la que lo convocaba con mayor frecuencia en los últimos tiempos, la UACM; o la que reconoció su valía con grado concreto de Honoris causa, la UACJ.
Se dé o no lo anterior, Montemayor nos deja un camino bien marcado.
La hermana de mi maestra Luz María Suárez Soto me entregó recientemente la obra póstuma de Lucha, la biografía de su padre, el Licenciado José María Suárez, el impulsor fundamental del movimiento cívico en Guerrero, podemos decir que en lo organizacional civil fue el maestro de Genaro Vázquez Rojas. El material es, histórica y socialmente, oro molido y, como en el caso anterior, cuando la maestra me entregó la biografía de su esposo asesinado, el óptimo para prologar tan importante documento sería Carlos Montemayor; pero ahora no hay vuelta de hoja, ni puedo descansar de una responsabilidad requerida; habrá que asumirla. No sé cómo va a quedar, pero creo que debe quedar bien. Dependerá si le aplico el rigor de la verdad histórica y social, que el compromiso está dado: con el movimiento cívico guerrerense, con la necesidad de continuar el camino hacia una sociedad de igualdad libertaria y, gracias al ejemplo de Carlos, ahora también con la autoexigencia académica. A la rueda de la historia nadie la detiene, pero se moverá en la dirección que le demos desde la claridad de la planificación de la lucha que finque un bienestar social igualitario por venir.
México. D. F., a 29 de noviembre de 2010.
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