Al aprobar el pasado 3 de febrero la beatificación del arzobispo salvadoreño Óscar Arnulfo Romero,
el Papa Francisco dio “respaldo político” a los “llamados sectores
progresistas de la Iglesia católica” y también a “los movimientos
populares que luchan contra los regímenes represivos en América Latina”,
afirma el investigador Elio Masferrer Kan, director de la Asociación Latinoamericana para el Estudio de las Religiones.
El analista recalca: “Esta
beatificación tiene un claro trasfondo político. No hay duda. Y tendrá
repercusiones en el ámbito latinoamericano, sobre todo en Centroamérica,
donde las comunidades eclesiales de base siguen activas en su apoyo a
los sectores más desprotegidos de la sociedad”.
Agrega: “Desde
la perspectiva religiosa, el Papa Francisco también intenta formalizar
el culto que un sector de la Iglesia salvadoreña le rinde desde hace
años a monseñor Romero, a quien llama ‘San Romero de América’ y digamos
que ya lo canonizó popularmente”.
Por otro lado –prosigue–, esta
decisión papal “deslegitima” a los sectores de ultraderecha
salvadoreños incrustados en la Iglesia y el ejército, que siempre
denostaron a Romero tachándolo de comunista y guerrillero, con la
complacencia de los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Asegura Masferrer: “Jorge
Bergoglio pone en evidencia la postura conservadora de estos dos
pontífices que bloquearon el proceso de canonización. No movieron el
tema. Le dieron largas”.
En
efecto, es notorio el impulso que Bergoglio le da a la canonización de
Romero. El 20 de abril de 2013, un mes después de haber asumido el
pontificado, se reunió con el postulador de la causa en Roma, el
arzobispo Vincenzo Paglia, para ordenarle agilizar el proceso.
Tres
días después Paglia le informó a la prensa italiana las “buenas nuevas”
tratadas en su encuentro con el pontífice y anunció: “La causa de beatificación de monseñor Romero ha sido desbloqueada”.
Después,
el pasado 9 de enero, el congreso de teólogos de la Congregación para
las Causas de los Santos decretó por unanimidad que Romero fue asesinado
in odium fidei (en odio a la fe) mientras celebraba una misa en la
capilla del Hospital de la Divina Providencia, en San Salvador, el 24 de
marzo de 1980.
Formalmente
quedó como un mártir de la Iglesia, defensor de los más pobres, libre
del oprobio de ser un agitador político e instigador de la guerrilla.
El
pasado 3 de febrero Bergoglio aprobó la beatificación de Romero, paso
previo para su canonización. Se refirió a él como “un hombre de Dios”. Y
adelantó que Paglia y el cardenal Angelo Amato, prefecto de la
Congregación para las Causas de los Santos, se encargarán de organizar
la ceremonia de beatificación, cuya fecha aún no se precisa.
Al
Papa no le importó tomar partido a favor de esa beatificación tan
controvertida dentro de la Iglesia, donde se desató la polémica sobre si
Romero fue un verdadero mártir de la fe o simplemente un cura comunista
involucrado en la confrontación armada salvadoreña.
El incidente nicaragüense
Pesó
mucho en la Iglesia el rechazo de Juan Pablo II a la corriente
eclesiástica de la opción preferencial por los pobres, ligada a los
movimientos populares de corte socialista, que en Centroamérica –sobre
todo en Nicaragua y El Salvador– tuvieron mucho auge y figuras
emblemáticas como Romero, acribillado por un sicario del ejército
salvadoreño. Se decía que canonizar a Romero sería como canonizar a la
Teología de la Liberación.
Sobre este punto Masferrer dice: “Aparte
del bloqueo a la canonización de Romero, otro hecho revelador del
rechazo de Juan Pablo II a la Teología de la Liberación fue el regaño al
sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal, otra figura representativa en
Centroamérica de esta corriente eclesiástica”.
Alude
a la reprimenda pública que el 14 de marzo de 1983, durante un viaje
papal a Nicaragua, le hizo Wojtyla a Cardenal, quien entonces era
ministro de Cultura del gobierno sandinista.
Al
descender del avión que lo dejó en Managua, Juan Pablo II fue saludando
a la comitiva gubernamental que lo recibió en fila. Ahí estaba
Cardenal, quien se quitó la boina y se postró de hinojos al saludar al
Papa. Y éste, agitando el índice, le ordenó molesto: “Regularice su posición con la Iglesia. Regularice su posición con la Iglesia”. La imagen circuló por todo el mundo y fue interpretada como un duro regaño.
Más
tarde, en una multitudinaria misa en un parque, Wojtyla empezó a leer
un texto escrito en el cual condenaba a la “Iglesia popular” por
“absurda y peligrosa”. Los sandinistas sentados en las filas delanteras
empezaron a abuchearlo: “¡Queremos una Iglesia aliada con los pobres!”,
le reclamaban. Los aliados de Wojtyla lo defendían gritando: “¡Viva el
Papa!”.
Y
el pontífice, visiblemente irritado, tuvo que gritar: “¡Silencio!”.
Pero sus órdenes no apaciguaron los ánimos encendidos. Volvió a gritar:
“¡Silencio!”. Después, un grupo de fieles empezó a corear: “¡Queremos
paz! ¡queremos paz!”. Y el Papa les respondió: “La Iglesia es la primera
que quiere la paz”.
Ernesto
Cardenal –en una entrevista con el portal español Religión Digital,
publicada el 17 de octubre de 2009– dio esta versión de los hechos:
“Nicaragua era muy católica, pero apoyando una revolución de orientación
marxista, aunque cristiana. Y el Papa creyó que hablando contra la
revolución en la plaza, ante 700 mil personas en la misa papal, el
pueblo lo aclamaría. Y entonces el pueblo empezó a gritarle en contra y a
faltarle el respeto”.
El
escritor David Yallop, en su biografía sobre Wojtyla El poder y la
gloria, indica que en ese incidente quedó “claramente trazada” la
“línea” de Juan Pablo II respecto a la Teología de la Liberación.
Carl
Bernstein y Marco Politi, en el libro "Su santidad" –también sobre Juan
Pablo II– explican que esta teología intenta “llevar el evangelio a las
condiciones reales de la gente” para que sea una “fuerza activa” que
ayude a “liberar a millones de latinoamericanos de las condiciones de
opresión en que viven” y así “eliminar las estructuras de injusticia”,
pudiendo aplicarse “el método del análisis social marxista”.
Pero
Juan Pablo II –indican– “no veía con buenos ojos esa contaminación de
la fe con la política”. Era una “herejía” con la que “simpatizaban” los
“jesuitas latinoamericanos”.
Masferrer señala que en aquellos años
“Juan Pablo II y la ultraderecha católica apoyaban al gobierno
estadunidense, que estaba subvencionando a la contra en Nicaragua y al
ejército salvadoreño. De ahí este tipo de enfrentamientos”.
Pero ahora –vuelve a enfatizar– “el
Papa Francisco está revirtiendo la situación al reivindicar la figura
de Romero. Es un respaldo político a los llamados sectores progresistas
de la Iglesia. Y también a los movimientos populares que luchan contra
los regímenes represivos en América Latina”.
Aclara
que esta “reivindicación” también incluye al sacerdote jesuita Rutilio
Grande, cercano colaborador de Romero y asesinado tres años antes que
éste, en marzo de 1977; y a los seis sacerdotes jesuitas de la
Universidad Centroamericana de El Salvador ejecutados el 16 de noviembre
de 1989 por un comando militar salvadoreño.
“Sus
respectivos procesos apenas empiezan –comenta Masferrer–. Son
promovidos por el Papa Francisco, igualmente jesuita y quien nos está
diciendo: ‘También tengo que canonizar a mi gente’. De manera que estos
procesos responden a un espíritu de cuerpo de la Compañía de Jesús”.
Por último, advierte que mientras en Latinoamérica Bergoglio reivindica a estas figuras de la Iglesia progresista, en España está apoyando la canonización de franquistas de ultraderecha masacrados durante la guerra civil española.
“Esto
nos habla de que el Papa también quiere equilibrar su mensaje político,
dándole cancha tanto a los sectores progresistas como a los
conservadores, en una especie de juego pendular. A final de cuentas, nos
está diciendo que no se vale masacrar a nadie, sea del bando que sea”, concluye.
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