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Imagen: AFP / Nicholas Kamm |
NOAM CHOMSKY –
El 20 de febrero, Kamal Abbas, líder sindical egipcio y figura prominente del Movimiento 25 de Enero, envió un mensaje a los “trabajadores de Wisconsin”: “Estamos con ustedes, así como ustedes estuvieron con nosotros”.
Los trabajadores egipcios han luchado mucho tiempo por los derechos fundamentales que les denegaba el régimen de Hosni Mubarak respaldado por EEUU. Kamal tiene razón en invocar la solidaridad, que ha sido durante mucho tiempo la fuerza orientadora del movimiento de los trabajadores en el mundo, y en equiparar sus luchas por los derechos laborales y por la democracia.
Las dos están estrechamente interrelacionadas. Los movimientos de trabajadores han estado en la vanguardia de la protección de la democracia y los derechos humanos y en la expansión de sus dominios, razón elemental que explica por qué son venenosos para los sistemas de poder, sean públicos o privados.
Las trayectorias de los movimientos en Egipto y EEUU están tomando direcciones opuestas: hacia la conquista de derechos, en Egipto, y hacia la defensa de derechos existentes, pero sometidos a duros ataques, en EEUU.
Los dos casos merecen una mirada más cercana.
La sublevación del 25 de enero fue encendida por los jóvenes usuarios de Facebook del Movimiento 6 de Abril, que se levantaron en Egipto en la primavera de 2008 en “solidaridad con los trabajadores textiles en huelga en Mahalla”, según señala el analista laboral Nada Matta. El Estado reventó la huelga y las acciones de solidaridad, pero Mahalla quedó como “un símbolo de revuelta y desafío al régimen”, añade Matta. La huelga se volvió particularmente amenazante para la dictadura cuando las demandas de los trabajadores se extendieron más allá de sus preocupaciones locales y reclamaron un salario mínimo para todos los egipcios.
Las observaciones de Matta son confirmadas por Joel Beinin, una autoridad estadounidense en materia laboral egipcia. Durante muchos años de lucha, informa Beinin, los trabajadores han establecido nexos y se pueden movilizar con presteza.
Cuando los trabajadores se sumaron al Movimiento 25 de Enero, el impacto fue decisivo y el comando militar se deshizo de Mubarak. Fue una gran victoria para el movimiento por la democracia egipcia, aunque permanecen muchas barreras, internas y externas. Las barreras internas son claras. EEUU y sus aliados no pueden tolerar fácilmente democracias que funcionen en el mundo árabe.
Las encuestas de opinión pública en Egipto y a lo largo y ancho de Oriente Próximo son elocuentes: por aplastantes mayorías, la gente considera a EEUU e Israel, y no a Irán, las mayores amenazas. Más aún, la mayoría piensa que la región estaría mejor si Irán tuviese armas nucleares.
Podemos anticipar que Washington mantendrá su política tradicional, bien confirmada por los expertos: la democracia es tolerable sólo si se ajusta a objetivos estratégico-económicos. La fábula del “anhelo por la democracia” de EEUU está reservada para ideólogos y propaganda.
La democracia en EEUU ha tomado una dirección diferente. Después de la II Guerra Mundial, el país disfrutó de un crecimiento sin precedentes, ampliamente igualitario y acompañado de una legislación que beneficiaba a la mayoría de la gente. La tendencia continuó durante los años de Richard Nixon, hasta que llegó la era liberal.
La reacción contra el impacto democratizador del activismo de los sesenta y la traición de clase de Nixon no tardó en llegar mediante un gran incremento en las prácticas lobistas para diseñar las leyes, el establecimiento de think-tanks de derechas para capturar el espectro ideológico, y otros muchos medios.
La economía también cambió de curso hacia la financiarización y la exportación de la producción. La desigualdad se disparó, primordialmente por la creciente riqueza del 1% de la población, o incluso una fracción menor, limitada fundamentalmente a presidentes de corporaciones, gestores de fondos de alto riesgo, etc.
Para la mayoría, los ingresos reales se estancaron. Volvieron los horarios laborales más amplios, la deuda, la inflación. Vino entonces la burbuja inmobiliaria de ocho billones de dólares, que la Reserva Federal y casi todos los economistas, embebidos en los dogmas de los mercados eficientes, no lograron prever. Cuando la burbuja estalló, la economía se colapsó a niveles cercanos a los de la Depresión para los trabajadores de la industria y muchos otros.
La concentración del ingreso confiere poder político, que a su vez deriva en leyes que refuerzan más aún el privilegio de los superricos: políticas tributarias, normas de gobernanza corporativa y mucho más. Junto a este círculo vicioso, los costes de campañas electorales han aumentado drásticamente, llevando a los dos partidos mayoritarios a nutrirse en el sector de las corporaciones: los republicanos de manera natural y los demócratas (ahora muy equivalentes a los republicanos moderados de años anteriores) siguiéndoles no muy atrás.
En 1978, mientras este proceso se desarrollaba, el entonces presidente de los Trabajadores Autónomos Unidos, Doug Fraser, condenó a los líderes empresariales por haber “elegido sumarse a una guerra unilateral de clases en este país: una guerra contra el pueblo trabajador, los pobres, las minorías, los muy jóvenes y muy viejos, e incluso muchos de la clase media de nuestra sociedad”, y haber “roto y deshecho el frágil pacto no escrito que existió previamente durante un periodo de crecimiento y progreso”.
Cuando los trabajadores ganaron derechos básicos en los años treinta, dirigentes empresariales advirtieron sobre “el peligro que afrontaban los industriales por el creciente poder político de las masas”, y reclamaron medidas urgentes para conjurar la amenaza, de acuerdo con el académico Alex Carey en Taking the risk out of democracy. Esos hombres de negocios entendían, al igual que lo hizo Mubarak, que los sindicatos constituyen una fuerza directriz en el avance de los derechos y la democracia. En EEUU, los sindicatos son el contrapoder primario a la tiranía corporativa.
De momento, los sindicatos del sector privado de EEUU han sido severamente debilitados. Los sindicatos del sector público se encuentran últimamente sometidos a un ataque implacable desde la oposición de derechas, que explota cínicamente la crisis económica causada básicamente por la industria financiera y sus aliados en el Gobierno.
La ira popular debe ser desviada de los agentes de la crisis financiera, que se están beneficiando de ella; por ejemplo, Goldman Sachs, que está “en vías de pagar 17.500 millones de dólares en compensación por el ejercicio pasado”, según informa la prensa económica. El presidente de la compañía, Lloyd Blankfein, recibirá un bonus de 12,6 millones de dólares mientras su sueldo se triplica hasta los dos millones.
En su lugar, la propaganda debe demonizar a los profesores y otros empleados públicos por sus grandes salarios y exorbitantes pensiones, todo ello un montaje que sigue un modelo que ya resulta demasiado familiar. Para el gobernador de Wisconsin, Scott Walker, para la mayoría de los republicanos y muchos demócratas, el eslogan es que la austeridad debe ser compartida (con algunas excepciones notables).
La propaganda ha sido bastante eficaz. Walker puede contar con al menos una amplia minoría para apoyar su enorme esfuerzo para destruir los sindicatos. La invocación del déficit como excusa es pura farsa.
En sentidos diferentes, el destino de la democracia está en juego en Madison, Wisconsin, no menos de lo que está en la plaza Tahrir.
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