EN CORTO
José Luis Avendaño C.
(Sobre)vivir en la miseria
“Sierra
de Zongolica, Veracruz. Son maestras. ‘Nuestros niños no son tontos ni
atrasados: ocurre que los textos sólo hablan de ciudades y aquí hay
piedra, sierra y veredas, no edificios. Nada se relaciona con la vida de
estos chiquillos náhuatl-parlantes’, explica Rosa María, profesora de
todos los niveles de educación básica en la comunidad de Ahuacatla, la
más apartada del municipio de Tehuipango”, entre los primeros municipios
más pobres del país.
“Sentados
frente a la pantalla que proyecta uno de los programas didácticos de
Enciclomedia, dos niños de la escuela de Apotzinga aprenden cómo
proteger al medio ambiente. El profesor lee en voz alta los ejercicios
que, a más de 600 kilómetros de distancia y con una colosal brecha
tecnológica, elaboró un comité directivo que nunca visitó esa comunidad,
y desconoce los problemas que representa la aplicación de ese método
didáctico.
“‘Correlaciona
impacto, ‘explica la fórmula de condensación’, leen los alumnos.
Enseguida buscan el significado de las palabras en sus gastados
diccionarios. A los estrategas de la Secretaría de Educación Pública se
les olvidó que los pueblos indígenas de México no hablan ni leen
español.
“Uno
de los pequeños no encontró en su diccionario el vocablo
‘correlaciona’. Se quedará sin saber su significado. El otro sí lo
encontró, pero ahora no sólo debe saber qué es ‘condensación’, sino qué
tiene que ver esa palabra con su vida en Tehuipango”.
Ése es uno de los muchos relatos que aparecen en el libro: Morir en la miseria, coordinado por Miguel Badillo (Editorial Océano. México. 2009). ¿Tal situación la tiene contemplada la reforma educativa?
Peor que morir, es vivir y/o sobrevivir en la miseria, el verdadero nombre de la pobreza extrema, uno de los múltiples rostros de la pobreza sin adjetivos, que afecta, sin más, a 90 millones de mexicanos de una población total de 112 millones de habitantes.
En tales desventajosas condiciones, que muestra la estructura de la desigualdad, que nos viene desde tiempos coloniales y que reproduce con el neocolonialismo,
resulta imposible concretar cualquier reforma e impulsar la
productividad, que en nuestro caso, dentro del sistema capitalista, es sinónimo de explotación del trabajo.
O a menos que éste sea su objetivo. “El aumento de la productividad
significará, especialmente, una disminución del tiempo de trabajo
socialmente necesario para producir los bienes de consumo necesarios
para el mantenimiento de la fuerza de trabajo”, dicen Pierre Salama y
Jacques Valier en Una introducción a la economía política (Ediciones Era. México. 1976).
Al
demandar un gran acuerdo para impulsar la productividad, el presidente
Enrique Peña Nieto afirmó que servirá incrementar el nivel de vida de
las familias mexicanas. La formula, dijo, es muy sencilla: a mayor productividad, mayor prosperidad.
Al
mismo tiempo reconoció los bajos niveles de productividad en los
últimos 30 años, que –no lo dijo ni, creo, lo pensó— coinciden con la puntual aplicación del modelo neoliberal excluyente. Por eso, se acompaña de la recién (contra)reforma laboral. Eso incluye tanto la cuestión del empleo como del salario. Sólo dos consideraciones: 1) el empleo se está dirigiendo a la informalidad, sin prestación alguna, y 2) el salario ya no satisface ni siquiera necesidades mínimas; la canasta básica cuesta cinco salarios
mínimos.
Lo anterior explica que el mercado interno, ya de por sí concentrado vía la distribución del ingreso, no puede ser, en las condiciones actuales, una salida a la crisis, y tendremos que esperar a que la economía de Estados Unidos –a la que estamos atados— se recupere.
Habría que preguntarse por qué, a pesar de la fortaleza de la macroeconomía,
incluyendo la financiera, de la que presumen las autoridades, México
apenas ha crecido un dos por ciento anual en los tres decenios. ¿Es por
la crisis, por las reformas estructurales pendientes, por el ineficiente equipo económico, que aplica mal el modelo, o todo junto?
De cualquier manera, analistas y consultores revisan a la baja las expectativas de crecimiento anual de la economía mexicana, de 3.35 en abril a 2.96 por ciento en mayo (La Jornada, 4-6-2013).
En situación tan precaria, desde abajo comienza la presión social a fin de revertir la política económica, que no sólo es antipopular, sino que tampoco le sirve a amplios sectores de la burguesía. Por ejemplo, frente a la privatización de la ciudad de México, de una izquierda desdibujada, se reorganiza el movimiento urbano popular.
Mientras en Europa prosiguen las protestas contra las medidas de austeridad, que agudizan más que resuelven la crisis, a río revuelto, ganancia de especuladores, en un juego en el que la gran mayoría de la población mundial somos sardinas, apenas el
ocho por ciento de la población mundial concentra la mitad del ingreso
global, y el uno por ciento ha visto aumentar sus ingresos en más de 60
por ciento en las últimas dos décadas, según el estudio del Banco
Mundial que retoma Eric Zuesse (Alter Net, 28-6-2013).
Un
estudio de la Universidad de Harvard descubrió lo obvio: los
trabajadores inmigrantes aportan más al sistema de seguridad social de
lo que reciben a cambio (si es que están incorporados. En total
generaron, entre 2002 y 2009, un excedente de 115 billones (miles de
millones) de dólares. Solamente, en 2009, los trabajadores inmigrantes
generaron un superávit de 13.8 billones de dólares, en tanto que los trabajadores nacidos en Estados Unidos tuvieron un déficit de 30.9 billones de dólares (The Washington Post, 30-5-2013).
Censura
Junto con un documental, los periodistas Óscar Camacho y Lilia Silvia Hernández nos entregan el libro Palestina: Historias que Dios no hubiera escrito, producto de su viaje en 2011, donde recogen entrevistas, crónicas y reportajes de aquella zona del mundo, ocupada e invadida por Israel, en un conflicto que dura ya 65 años.
Aquí,
en México, ninguna librería ha querido distribuir el libro, por miedo a
la reacción de la comunidad judía, en un inconcebible acto de censura en un país que se precia de libre, democrático y tolerante.
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