Porque de 384 mil casos sólo ha habido 86 recomendaciones. Porque las víctimas se ven obligadas a interponer amparos ante una institución que no actúa. Porque Raúl Plascencia debería -en muchas instancias- exigir medidas cautelares a quienes han sido amenazados, pero no lo hace. La CNDH parece estar más cerca del poder impune que de los ciudadanos victimizados. La CNDH goza de un presupuesto extremadamente generoso que no ha conducido a una trayectoria ampliamente reconocida. Al contrario. Allí están los migrantes centroamericanos, asesinados. Los periodistas que cubren temas de corrupción y narcotráfico, solos. Los defensores de derechos humanos, agredidos. Los ciudadanos mexicanos, manteniendo con sus impuestos a una institución cuyo presidente está más preocupado por reelegirse que por ofrecer resultados.
Y de allí las preguntas sin respuesta, el misterio sin solución. ¿Por qué Raúl Plascencia no emprendió acciones contra la reforma constitucional en materia de arraigo? ¿Por qué no alzó la voz contra una práctica que constituye una grave violación a los derechos humanos y contraviene tratados internacionales que México ha firmado sobre el tema? ¿Por qué la Comisión sigue argumentado que ha disminuido la tortura en México, cuando el relator de la ONU y Amnistía Internacional argumentan algo distinto? ¿Por qué en al caso de la matanza de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas, la recomendación emitida en el caso -40 meses después- no tomó en cuenta la postura de los familiares ni estableció medidas de reparación integral del daño ni consideró que los asesinatos fueron “violaciones graves”? ¿Por qué la CNDH reacciona a la defensiva ante las críticas, en lugar de tomar la ofensiva ante la violación de derechos?
Llevando así a cuestionar si la Comisión de Derechos Humanos realmente es un defensor o un simple espectador. Si realmente quiere apoyar a las víctimas o sólo busca comprar tiempo hasta que se den por vencidas. Como en el escandaloso asunto de los migrantes matados en San Fernando, Tamaulipas, cuyos familiares se vieron obligados a interponer un amparo indirecto contra la CNDH. Amparo que fue admitido y en el cual se le exige a la Comisión rendir un informe justificado. Amparo ante el cual la CNDH promovió una queja pero usando -inexplicablemente- el marco jurídico anterior a la reforma constitucional en derechos humanos del 2011. Amparo en el cual se pregunta por qué la CNDH no pidió que la Procuraduría General de la República atrajera el caso. Amparo que pone en evidencia a una Comisión omisa, poco profesional, poco eficiente, poco eficaz. Que además utiliza el dinero de los ciudadanos para litigar contra una organización civil que intenta representarlos, en contraposición a un Gobierno que no lo hace.
Y ante el dolor y la desesperación y el desamparo, lo único que Raúl Plascencia alcanza a decir es “en ocasiones lo que recomendamos no deja totalmente satisfechas a las víctimas, en ocasiones su expectativa es muy elevada y las capacidades y las posibilidades legales de la CNDH son muy cortas”. Pues aquí la respuesta. Las expectativas de los mexicanos con respecto a la labor de la Comisión Nacional de Derechos Humanos son altas porque así deben ser. Las expectativas legítimas de contar con un presidente -muy bien pagado- que actúe con firmeza en vez de tibieza. Las expectativas válidas de contar con funcionarios que atienden y escuchan y defienden a las víctimas en vez de “no polemizar” con ellas. Las expectativas irrenunciables sobre una Comisión que trabaje hasta el cansancio en vez de claudicar hasta la indignación. Y al frente de ella, un líder que no sea indolente. Indiferente. Pasivo. Complaciente como lo ha sido Raúl Plascencia y por ello no se debe reelegir. Se debe ir.
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