Dr. Raul Jiménez Vázquez
En días pasados los medios dieron cuenta de la inconformidad —con tintes de enojo— que miembros del Ejército mostraron contra la minuta de la aprobación senatorial de las reformas a la ley de seguridad nacional. Ante el presidente de la Comisión de Defensa Nacional de la Cámara de Diputados externaron su seria preocupación, entre otros aspectos, por el hecho de que tal enmienda los acota demasiado, los subordina a las autoridades civiles encargadas de la seguridad pública, los expone al fincamiento de responsabilidades en caso de daños colaterales y excluye de su ámbito de aplicación material a los levantamientos armados. El resultado de la gestión fue contundente a más no poder; en palabras del legislador en alusión: “El proyecto se revisará, se modificará y regresará al Senado… y así tendrá que ser”.
Lo anterior sería lo lógico en cualquier otro escenario, pero no ,cuando se trata de las Fuerzas Armadas. Estamos en presencia de un rebasamiento de los límites del modelo institucional troquelado en 1930 por el general Joaquín Amaro —valioso y carismático soldado de la Revolución a cuya valentía, visión y liderazgo se sumaron su rostro pétreo e imperturbable, su voz singularmente chillona o aflautada y su enigmática e infaltable arracada colgada de la oreja izquierda—, según el cual los militares deben desempeñar un rol eminentemente pasivo y acrítico, siempre subordinado al poder civil y, por ende, carecen de voz y voto dentro del proceso de debate y fijación de las posiciones oficiales en torno a los grandes temas políticos, económicos y sociales. A la luz de lo ocurrido en el seno del Palacio Legislativo de San Lázaro, se percibe que ahora su papel tiene una orientación más proactiva, empiezan a actuar por su propio derecho, buscan ensanchar su esfera de acción y promueven la protección de sus intereses gremiales.
Se trata, pues, de la ruptura de un paradigma y el afloramiento de otro, apenas en su fase germinal, en el que los milicianos están adquiriendo una influencia, una personalidad política, un poder de negociación en los espacios civiles, que no necesariamente se corresponde con el espíritu subyacente en la normatividad constitucional.
La teoría de los paradigmas surge a partir de la publicación del libro Estructura de las revoluciones científicas, de Thomas Kuhn. Son creencias, patrones cognoscitivos y estructuras conductuales que predisponen la actitud y las expectativas de las personas.
El cambio de paradigma es algo particularmente delicado y forma parte del gran tema del cambio cultural. Joel Arthur Barker, autoridad por excelencia en este campo académico, nos dice que la sustitución de un paradigma por otro tiene que ser cuidadosamente planeada, consensuada e instrumentada.
Es una cuestión en la que no caben las improvisaciones, ni las ocurrencias, pues las consecuencias pueden ser auténticamente catastróficas. La visualización de los intríngulis del nuevo paradigma es un ingrediente fundamental para la gobernabilidad del proceso de cambio.
El desbordamiento de las fronteras del viejo paradigma militar no está siguiendo esas pautas ortodoxas. Es una respuesta meramente defensiva o reactiva ante la inédita y escabrosa situación en la que han sido colocadas las Fuerzas Armadas dentro del contexto de la guerra contra el narco. Todo hace pensar que no se han identificado ni mucho menos se han calibrado las sinergias, las nuevas dinámicas políticas que podrían detonarse a raíz de ese corrimiento hacia un nuevo esquema relacionante.
En otras latitudes se han vivido experiencias que ponen de relieve la necesidad de acentuar el ojo crítico. Es bueno asomarse a ellas a fin de no incurrir en los mismos errores. En un notable ensayo publicado por El Colegio de México, Nelson Minello describe el proceso que siguió la militarización del Estado uruguayo: I) primeramente, se puso en marcha una campaña propagandística en la que se elevó a la categoría de un imperativo de Estado la atención de ciertas cuestiones que inquietaban a los grupos sociales (corrupción, la guerrilla tupamara); II) al amparo de esa cobertura publicitaria, a continuación se efectuó una depuración de los servidores públicos para incrustar cuerpos ad hoc de la milicia dentro del aparato estatal; III) la presencia de los militares en áreas propias del servicio civil de carrera fue justificada mediante nuevas acciones propagandísticas, cuyo objetivo estratégico fue generar un sentimiento colectivo de gratitud a favor de quienes estaban asumiendo el rol protagónico de “salvadores de la patria” y “baluartes de la soberanía nacional”; IV) el Ejército extendió su espacio de acción hacia el mayor número posible de áreas de gobierno, lo que le permitió abandonar su tradicional pasividad y transitar o migrar hacia el papel de consultor obligado de las decisiones relevantes que se tomaban al interior de la pirámide del poder, enarbolando siempre la bandera de la “seguridad nacional”; V) más tarde, la presencia creciente de militares dentro del andamiaje gubernamental escaló al punto de que el “derecho de consulta de las decisiones relevantes” se transformó en un “derecho de veto de las decisiones inconvenientes”, incluyendo políticas públicas, programas, presupuestos, reglamentos, decretos y acuerdos gubernamentales; VI) el “derecho de veto” a su vez engendró la prerrogativa de proponer y/o designar a los funcionarios civiles responsables de las áreas estratégicas, quienes estaban obligados a responder íntegramente al esquema decisional de los militares; VII) a lo largo de todo ese proceso se hizo presente el menosprecio a la dignidad humana y la implementación de planes de guerra de baja intensidad en contra de los movimientos sociales opositores al régimen.
El final de esa cadena es ya ampliamente conocido. Los militares acumularon tanto poder que lograron imponer a un presidente afín —Juan María Bordaberry, quien, según notas de prensa, recientemente fue sentenciado a treinta años de prisión por la perpetración de crímenes de lesa humanidad—, y más tarde decidieron dar un golpe de Estado que vino a quebrar 40 años de una singular trayectoria democrática y civilista, lo que desató un verdadero baño de sangre y condujo a la otrora Suiza de América por el trágico derrotero del genocidio.
Es de desearse que los actores políticos no se comporten como imprudentes aprendices de brujos. Deben estar conscientes de que las decisiones que van a tomar en relación a este trascendental asunto se asemejan en mucho al llamado “efecto mariposa” —una crisálida aletea en Shangai y los efectos se resienten en pleno Xochimilco—; una sola acción puede producir toda una reacción en cadena, todo un universo de múltiples e inesperadas consecuencias. Deben estar conscientes de que esas determinaciones no tienen precedente alguno y son de un hondo calado jurídico, político y social. La mejor forma de abordar el tema es obrando con visión de Estado, con total transparencia y con profundo espíritu democrático. Por eso, lo pertinente, lo inteligente, lo obligado, es abrirse a la sociedad y permitir que ésta se exprese sin cortapisas dentro de un gran foro legislativo.
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