Iván Franco
CINAH-Yucatán
Introducción
Hacia 1988 el antropólogo francés Marc Augé (1935) escribió:
“El problema de la cultura o, mejor dicho, de las culturas, experimenta un renacimiento en la actualidad, tanto en el plano intelectual, a raíz de la vitalidad del culturalismo norteamericano, como en el plano político. Al menos en Francia, nunca se habló tanto de cultura como hoy (a propósito de los medios de comunicación, a propósito de la juventud, a propósito de los inmigrantes) y este uso de la palabra, con mayor o menor control, constituye, por sí solo un dato antropológico”.
¿Por qué hablamos de cultura o de culturas? Fue la interrogante del pensador francés. En esos años, la globalización mercantil empezaba a marcar pautas y más amenazas en todos los niveles de la realidad humana, incluida la vasta diversidad cultural de países del tercer mundo. Su observación apunta a que cuando más se habla de algo es porque se carece de ello, porque existe una intención expresa para defender algo y, en todo caso,para imponer un proyecto de dominación. Para esas décadas finales del siglo pasado, la acumulación de evidencia científica sobre la actividad primigenia u origen del hombre era ya extensa. La idea de las culturas humanas y su diversidad era además inherente a la reflexión de las ciencias sociales, en donde por ejemplo la noción de las “razas” (ante la evidencia aportada por los estudios de genética y simbolismo) quedaba cada vez más cuestionada.
La UNESCO apenas reaccionó hacia el 2005, quizá de forma tardía, ante la devastación que el nuevo orden global imponía mediante despojos, migraciones forzadas y demás procesos sobre poblaciones originarias y la diversidad cultural.
Veamos un poco del origen, evolución semántica y aplicación política de la voz cultura.
La noción de cultura y los proyectos nacionales
La naturaleza del hombre está interpretada por la cultura. No pueden fundarse en explicaciones naturalistas los comportamientos humanos, mucho menos a designios divinos. La cultura determina hasta la diferencia entre los sexos. Y la división sexual de los roles, por ejemplo, son resultado de la cultura y/o de las variaciones observables de una sociedad a otra. En sentido amplio, la noción de cultura se refiere a modos de vida y de pensamiento. Es muy admitida hoy día. Pero la idea de cultura que se desplegó con la Ilustración “avanzada” del siglo XVIII provocó constantes y fuertes debates que retumban hasta nuestros días.
Cuando se examina de forma breve el origen del concepto vemos que la palabra se aplicó a situaciones distintas: cultivo de la tierra, cultivo microbiano, cultivo físico, y demás. Por eso el siglo XVIII puede considerarse como de creación del sentido moderno de la palabra. Hacia 1700 es ya una palabra antigua en el vocabulario francés y en el castellano (1726); se ubica que proviene del latín colere. Se definía como el “cuidado de los campos o del ganado”, apenas hacia el siglo XIII literalmente designaba “una parcela de tierra cultivada”. En ese momento pre-ilustrado cultura es crear frutos para coadyuvar con la subsistencia de la familia, del clan, de la tribu, del linaje, de la vida.
Progresivamente el término se liberó. Empezó a usarse para designar la “formación” u “educación de la mente”. Cultivar se asimila a forja y esta a trabajo intelectual y vaya que el siglo XVIII acumulaba día a día información y conocimiento. Así llegará al continente americano, bajo santo y seña de una Ilustración coja, acotada por mitos y creencias cuyos poderes y promotores ven en la parte metafórica (forja intelectual) la amenaza a su propio imperio metafórico de la creación del mundo.Como sea, la noción estaba ya alimentada por la esencia figurada de lo cultural como perfeccionar una cosa, el habla por ejemplo. Por eso a fines del siglo XVIII, en el diccionario de la Academia Francesa, la noción ha adoptado el sentido de “formación mental”, es decir, de “educación de la mente”, algo que los déspotas ilustrados primero y sus descendientes liberales y nacionalistas después (v. gr. de México) consagrarían en los textos primordiales.
Para los pensadores de la Ilustración “la cultura es la suma de los saberes acumulados y transmitidos por la humanidad, considerada una totalidad, en el curso de la historia”. Es para ellos un acto formativo que va más allá de cualquier distinción de pueblos y de clases. Las ciencias sociales rebasaron esas nociones integrando el aspecto simbólico, pero la palabra se asoció por siglos (desde el poder) a la idea de progreso, de evolución, de educación, de razón, y demás. No pocos enclaves nacionales y regionales siguen en esa pauta. Fue tangible en Francia cómo el progreso nació de la instrucción, de la cultura como conocimiento que avanza y transforma a toda la nación. Como contraparte, en Alemania tomó otro rumbo pues cultura evocó el progreso científico individual mientras la noción “civilización” adoptó la idea del progreso colectivo, así esta estuviese preñada de “prejuicios” o “visiones comunes de las elites y la nobleza”. México no estuvo al margen de esas influencias.
La situación en México
La influencia francesa en México es innegable en torno a la concepción y aplicación de la noción de cultura y de civilización, sobre todo entre las elites decimonónicas y grupos urbanos con oportunidad de educación y de “acceso a la cultura”. Durante el porfiriato, pese a que la inserción económica estuvo marcada por el agresivo capitalismo exportador norteamericano, las elites miraron hacia Europa en y para la “formación del espíritu”. El montaje, por llamarlo de alguna forma, fue tan complejo que la tradición liberal mexicana no se apegó de forma dogmática a su antecedente inmediato, el liberalismo borbónico. Este disoció cultura de educación. Principalmente en lo que a construir el modelo de educación de la población se refiere.
Carlos III creó el Ministerio de Cultura, muy influido por Francia. El esquema no evolucionó en territorio novohispano ni en el lapso 1821-1876 pero sí en el México porfirista en donde cultura sonaba más a elitismo y educación se asoció a los grupos medios urbanos. La Revolución obligó a que la educación y la cultura se concibieran con y para el pueblo, incluido el indígena. Y pese a que aún priva parte de esa herencia elitista porfiriana, avivada por las decisiones del salinismo y sus herederos, la Revolución Mexicana las integró por la presión popular demandante de libertad, igualdad y justicia social en un nuevo y único modelo. Hacia el arranque del siglo XX aún elogiaba la UNESCO que dicho binomio perviviera enlazado en nuestro país.
Llegó el salinismo y con él, el oleaje avasallante de una imposición de cultura como recurso económico u creación subordinada al hecho mercantil. Instrumentada para “cultivar” una no menos apabullante “cultura de y para clientelas”, las muy “cultas” y las “menos cultas”.
Con el salinismo, nada más ni nada menos que 230 años después, se empezó a aplicar por decirlo de alguna manera el viejo modelo Carlista de separar educación y cultura; doblegado eso sí a la sed neoliberal/transnacional en boga de comercializar todo. Salinas en el TLC nunca se preocupó por proteger la diversidad cultural de México.
Es esa concepción la que dio origen, precisamente, a la creación del aparatoso esquema de clientelismo neoliberal llamado CONACULTA. No tardaron los estados en reverberar este modelo, de aroma neo-porfirista, por grandilocuente y particularista más que educativo pese a que así se presume. Muy casado con la captación de turismo y subordinado a visibles cuotas para las transnacionales, incluida Televisa.
Y es que en México, al menos entre 1821 y 1880, existieron pocas instituciones educativas y “culturales”. Los liberales mexicanos que antecedieron a Porfirio Díaz, muchos a quienes el dictador marginó hasta que se unieron a la Revolución, pudieron construir instituciones educativas influenciadas por las nociones de cultura y civilización francesas “formativas” u sometidas a un principio educativo nacional. Ellos encontraron en las civilizaciones antiguas mesoamericanas el justificante para anteponer, casi al estilo alemán, que la cultura y civilización prehispánicas eran muy superiores a la “frivolidad” española que conquistó, evangelizó y recreó a los grupos clericales y contra laicales; pero lo hicieron sin convocar como actores activos a los pueblos originarios. Vivimos algo muy parecido ahora.
El contrapeso de la “cultura católica” ha contenido la expansión social de las instancias creadas pese al ascenso desde el siglo XIX del debate Estado/Iglesia Católica, conflicto que en el papel auguraba que la balanza ideológica favoreceríaal primero con su soporte liberal. El término “laico”, central para el desarrollo de instituciones educativas y culturales liberales, solo apareció en la Constitución hace apenas dos años. La contundencia del desarrollo económico sediento de mano de obra barata y la épica secular del relajamiento del Estado con la jerarquía católica de México y la Santa Sede apaciguaron muchos ánimos; como los que ahora se observan entre políticos y funcionarios. Sabemos cómo, de forma silenciosa, ese pacto derivó en la conformación de un aparato educativo “menor” paralelo al estatal; muy anclado entre las elites porfiristas y a no poca clase dirigente post-revolución que hoy más que nunca emerge de esas instituciones para dirigir la llamada cultura nacional.
El lento y tortuoso despliegue liberal y del laicismo en la era del partido único acomodó a las elites, centrales y provincianas, ni que decir al pueblo, en un tradicionalismo práctico. Solo algunos proyectos educativos radicales (de factura autoritaria o no) confrontaron la embriaguez oscurantista de la cultura nacional.
En síntesis, buena parte del nacionalismo revolucionario, ese que justificó al Estado mexicano de 1917 hasta 1988, se nutrió de las ideas esenciales de los liberales engendrados por los liberalismos juarista, lerdista y porfirista, sucesivamente, pero no amplió su horizonte ideológico.
La Revolución Mexicana incluyó como idea acotada a los pueblos indígenas, a esa parte del pasado antiguo que la arqueología y la antropología descubrían cada vez más geniales y majestuosos. A partir de ellos todo, o casi todo, se justificaba al tiempo que la política del día a día había convertido a sus descendientes en peones de haciendas, proletarios mal pagados, revolucionarios olvidados, maestros guerrilleros, plebe poco educada y poco alfabetizada. Muchos por largos sexenios fueron sometidos al peonaje del partido de Estado y de forma más reciente a la demagogia y exhibicionismo grosero de la partidocracia.
La otra parte cultural la cumple la tradición religiosa, anquilosada en su poco visible pero real y creciente debilidad social (de un escándalo a otro) aunque confiada por la fortaleza de sus alianzas políticas con el poder, esas que por extraño que parezca dan cauce a la cultura política en boga de las elites y de no pocas burocracias mayores y menores.
Parafraseando a Marc Augé podemos preguntar ¿De que hablamos en México cuando hablamos de cultura? ¿Cómo entendemos la cultura en Yucatán? Hace más de medio siglo que instituciones académicas aportan conocimientos sobre la “cultura y la sociedad maya”. Un pensador local definió a fines de los setenta el proceso de dominación y contacto europeo e indígena en Yucatán como “desarrollo cultural” y que “la cultura es una cuestión de clase social”. Su ensayo, aunque dejó de lado muchos actores y procesos, es una síntesis delestado de la diversidad e injusticia social no resuelta por la Revolución Mexicana. Sugiere que muchos de los descendientes mayas, agobiados por un sistema económico y educativo que los margina como sociedad y cultura, poco entienden lo que el racionalismo occidental descubre y promociona con fin turístico de las grandezas culturales mayas. Los conocimientos sobre otros grupos sociales dominantes no es menor, pero una fuerza gravitatoria que se impone al conjunto social desde el discurso oficial y el recurrente malestar de las elites con su pasado intolerante, acaso impiden hasta el fastidio hablar con libertad del papel etnocida que aún juegan en la marginación de la otredad cultural. Una pregunta es reveladora o incómoda ¿Cuántos en este salón hablamos maya?
Palabras finales
La ruptura progresiva del binomio educación/cultura que imponen los neoliberales desde el salinismo, ha agudizado la posibilidad de reconstruir el tejido originario desde la diversidad social expuesta por la Revolución Mexicana.
Hoy cultura desde el poder es más espectáculo y show-business que proyecto constructivo desde y para la diversidad. Se confunde -no se si a propósito o con qué propósito- si educación es cultura y si esta puede ser educativa. Queda la duda si la crisis educativa se resolverá con los bombazos “culturales” tipo festival internacional en boga. Porque apuestan a que ambas sean bienes de consumo pasajeros y turísticos de extranjeros, no procesos formativos como idearon y ejecutaron los franceses y algunos liberales mexicanos en sus orígenes nacionales.
Las decisiones en materia educativa y cultural siguen rozando la sensación de que, los últimos 26 años, vivimos fracturas en los procesos de identidad heredados propiciadas por el Estado y las oligarquías financieras.
Vale cuestionarnos ¿Sus visiones y acciones hegemónicas sobre cultura nos están llevando al borde de una tragedia cultural? Me queda claro que no existe un cultivo amplio del sentido humanístico y estético de la educación y la cultura. Observo a ambas acosadas desde esos poderes por obsesiones pragmáticas y moralistas, evasivas y autoritarias, incluso con facetas de totalitarismo. No me extenderé más al respecto.No deja de ser éste el dato antropológico que apuntaba Marc Augé al final de la década de los ochenta,cuando los neoliberales empezaron a hablar e imponer su idea de cultura.¿Triunfarán en esa imposición?
articulo tomado: https://www.facebook.com/jorge.franco.98837/posts/776065462432910
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