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¿Qué te gusta o disgusta de las mujeres y de los hombres? ¿Qué odias del machismo o del feminismo? ¿Ser mujer te ha dañado o favorecido en tu vida profesional, política, amistosa, amorosa? ¿Qué “caída de veinte” sobre el hecho de ser mujer recuerdas con agrado o desagrado? ¿Qué es lo que más te pesa o lo que más disfrutas de tu condición de mujer?
Casi nadie atendió el guión sugerido, y qué bueno, porque no buscábamos respuestas a un cuestionario, sino una reflexión plural en primera persona. La variedad de voces y respuestas está a la vista. Hablan aquí varias escritoras, dos historiadoras, dos investigadoras, una filósofa, una política, una líder feminista, una activista ciudadana, una publicista, una actriz, una show-woman, una bióloga, una socióloga, una periodista y una antropóloga.
Traté de mezclar edades, profesiones y perfiles públicos, pero la selección no puede sino ser incompleta y sesgada. Bienvenido el sesgo. Ni la revista ni yo pretendemos que estas voces representen otra cosa que a ellas mismas y que sean leídas así, una por una, en la rica variedad de sensibilidades y registros que expresan.Agradezco la invitación de nexos y la respuesta de mujeres a las que quiero y admiro.
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En México a los veinte años me di cuenta que dos cosas eran muy importantes: la tierra y el petróleo. En Francia nadie hablaba ni de tierra ni de petróleo. Las muchachas que trabajaban en la casa de la calle de Berlín decían que no tenían tierra y por eso venían al D.F., otras que sí tenían pero “era tiempo de secas” y otras más alegaban “no pasa nada en mi tierra”. Sin embargo, la amaban. Repetían: “Ojalá y algún día visiten mi tierra”. En Francia la recamarera se ponía su abrigo, su sombrero, sus guantes y se iba a su casa. Su trabajo era como cualquier otro. En México la condición social de las muchachas era tan ínfima como su paga. Me golpearon las diferencias sociales pero sobre todo la situación de las mujeres, su fortaleza, cómo cantaban con su vientre recargado en el lavadero, “regálame esta noche”, su vientre lleno de cantáridas, su capacidad de entrega y a partir de entonces sentí que sin ellas el país se iría a pique, se caería en mil pedazos. Las madres de familia, las nanas con el niño ajeno en brazos, las lavanderas, las quesadilleras a flor de banqueta, todas fueron mis ángeles de la guarda, mis vírgenes de Guadalupe.
El petróleo (masculino) hizo que de un día al otro desaparecieran las casas que yo amaba en la Juárez, en la Roma. En su lugar cavaban un agujero enorme que los albañiles llamaban con razón la obra negra. “¿Por qué tiraron esta casa?”, preguntaba. “Es que estamos progresando”. En 1959 tuve el privilegio de viajar con el general Cárdenas a festejar la revolución cubana. En el avión de regreso los periodistas pudimos sentarnos por turno un ratito al lado de don Lázaro. Cuando me tocó, él pidió una Coca-Cola y le dije: “¿Usted? ¿Una Coca-Cola?”. No respondió pero en la segunda ocasión en su casa de calle de Andes, con Alberto Beltrán y el líder obrero Alberto Lumbreras, en el momento del saludo me dijo: “Poniatowska, la de la Coca-Cola”. El general recordaba el nombre de los miles a quienes les daba la mano.
Provengo de una familia capaz de sacrificar sus ventajas personales al bien general. ¿Por qué digo eso? Porque los Poniatowski, Papá y Mamá se la jugaron durante la Segunda Guerra Mundial, porque estuvieron siempre dispuestos a recomenzar, porque al día siguiente de la muerte de Jan a los 21 años, su único hijo, mi hermano, bajaron a desayunar y acomodaron su servilleta sobre sus rodillas y a Mamá se le cayó la suya y Papá fue a levantársela. (Por cierto que Papá les decía servilletas a las toallas por lo de “serviette” en francés y Feliza advertía “el señor dice que no tiene servilleta para secarse el culo”.)
¿Si prefiero ser hombre o mujer? Cuando murió Jan, en 1968, sentí que tenía que vivir por él, vivir su esperanza, vivir lo que él no había alcanzado a ver ni a hacer y entonces me volví un poco hombre. Así ha sido mi vida, a veces más hombre que mujer.
Alguna vez, en la calle, una muy buena gente me dijo que yo era una señora con huevos. “Son los tuyos” —pensé en Jan.
Cuando le pregunto a Leonora Carrington por alguien me responde: “Es muy buena gente”. A veces hace cuernos en el aire con su índice y su meñique y me dice: “No te acerques, es mala gente”.
Nunca he sido realista. Decía Eliot que el hombre no aguanta demasiada realidad. En mi casa, literalmente las soluciones caían del cielo. No había ninguna visión del futuro. Alguna vez Leonora Carrington me dijo que ella jamás había tomado una decisión, que todo le había sucedido. A Kitzia y a mí nunca nos dijeron “cásate con un rico”, nunca oí hablar de dinero, hacerlo era de pésimo gusto, por eso, cobrar para mí es una vergüenza. De lo que sí se hablaba en la mesa era de pérdidas, la pérdida de La Llave en el estado de Querétaro, la de San Gabriel en el de Morelos, la de la casa de Isabel la Católica, la de la esquina de Donceles, la de Los Azulejos, la de Balderas. Sin embargo, teníamos un buen nivel de vida y las cuatro, abuela, Mamá, Kitzia y yo éramos bonitas (Mamá la más) Papá y Jan muy guapos y eso era más que suficiente. Los seis vivíamos lejos de nosotros mismos, bueno, la abuela no, la abuela amaba mucho a los perros y además sabía que iba a morir.
¿Los deseos, las insatisfacciones? De niña me obligaron a terminarme todo lo que tengo en el plato al grado de ya no saber realmente lo que me gusta. Para que los adultos me quisieran aprendí a barrer fuera de mí muchos papelitos de colores.
No me gustan los pechos. Las amazonas se cortaban el pecho derecho para tirar al arco sin estorbo. ¡Qué bendición la de las mujeres sin pechos! A Marie-Anne Poniatowska, mi prima bienamada, se lo cortaron muy joven y le dije que la envidiaba. “Estás loca”, se enojó. Hubo una época en que sí amé pechos y brasieres con ventanita porque amamantar a mis hijos fue padrísimo. Era padrísimo ver cómo a medio camino cerraban sus ojos y les ganaba el sueño, sus párpados iban cayéndose un poquito violetas al borde de las pestañas y me hacían sentir que hacía algo que de veras valía la pena.
Mane, Felipe, Paula.
¿Cuáles son los registros de la naturaleza de una mujer que siente ser una nebulosa? A veces, según Guillermo Haro, yo, su mujer, era la nebulosa M-27, a veces la nebulosa de la Tarántula. Decía que nuestras fuerzas internas provienen directamente de los planetas, que somos estructuras, formas, organismos, chiflones, una fábrica de vida, una fábrica de muerte y que no llorara por Jan, mi hermano, o por Papá o por el terremoto porque podía respirarlos, eran hidrógeno, helio, carbono.
Guillermo murió el 27 de abril de 1988.
Mamá murió el 22 de marzo de 2002.
Nunca me ha caído el veinte, y ya no me pregunto qué es ser mujer, lo soy así nomás al tanteo, a como vaya saliendo.
Elena Poniatowska. Escritora y periodista. Su más reciente libro es Leonora.
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porque ellas tienen sus propias respuestas
Pregunta el reportero, con la sagacidad
que le da la destreza de su oficio:
—¿Por qué y para qué escribe?
—Pero, señor, es obvio. Porque alguien (cuando yo era pequeña)
dijo que gente como yo no existe.
Porque su cuerpo no proyecta sombra,
porque no arroja peso en la balanza,
porque su nombre es de los que se olvidan.
Y entonces... Pero no, no es tan sencillo.
Escribo porque yo, un día, adolescente,
me incliné ante un espejo y no había nadie.
¿Se da cuenta? El vacío. Y junto a mí los otros
chorreaban importancia [...]1
¿Qué es ser mujer en México hoy?, me preguntan. Y yo ensayo respuestas que son sólo un modo de ir buscando que —como decía Rosario Castellanos— mi cuerpo “proyecte sombra”: es asomarme cada mañana al espejo y saber que he ido construyendo un rostro y un cuerpo, por el filo del tiempo, para esconder el vacío. Que las huellas que allí encuentro son el mapa de mis miedos, mis deseos, mis fantasías. Que el brillo en la mirada nació junto con mi hija. Que el rictus en la comisura apareció aquel agosto en que murió mi madre. Que mi piel tiene tatuado el nombre amado.
Es que cada día me golpeen las cifras de muertes en este país en el que la violencia deja su marca impunemente sobre los cuerpos femeninos. Cuerpos desechables, cuerpos prescindibles, cuerpos borrables del imaginario social, cuerpos disponibles para los “más hombres”. Ser mujer es saber —como escribía el poeta Néstor Perlongher— que en este México nuestro “hay cadáveres”…
Es compartir el miedo que invade las calles. Es querer proteger a las otras, a las que están en Chihuahua, en el Estado de México, en las fronteras, en las plazas, en las esquinas, en las fábricas, a las que viven temblando dentro de muchos “hogares”. Por nuestras hijas y las hijas de nuestras hijas.
Es tomarme del brazo de las madres de Juárez para sumar una más a las muchas que ya somos.
Es morir con cada muerta y gritar en cada grito.
Es saber que aquí nomás, a pocas cuadras, hay prostitutas de 10 o 12 años. Que las redes de pederastia han cubierto el país. Que cualquier hotel ofrece servicio de “escorts” o edecanes. Que todo esto se ha vuelto “normal”.
Que se produce una violación cada cuatro minutos; es decir, más de 120 mil violaciones al año.2
Que el aborto está entre las primeras cinco causas de muerte femenina. Que todavía hay quienes están presas por haber querido abortar.
Que las niñas deben abandonar la escuela antes que sus hermanos hombres para empezar a trabajar.
Que casi 90% de las familias monoparentales está encabezado por una mujer.
Es querer sentirme dueña de mi cuerpo y de mi tiempo. Es querer que todas podamos caminar a cualquier hora por donde lo deseemos sin pensar que estamos arriesgando la vida. Es tener derecho a andar sola.
Pero también es cantar con María Elena Walsh: “Quien no fue mujer ni trabajador cree que el pasado fue un tiempo mejor”. Porque todo lo anterior es cierto, pero también es cierto que hemos ganado espacios, hemos ganado visibilidad y libertades.
Nunca ha habido tantas estudiantes universitarias como ahora,3 nunca ha habido tantas mujeres formándose como profesionales, como académicas, como artistas. Nunca ha habido tantas mujeres trabajando en tan diversos campos.4
Estamos quebrando el “techo de cristal” todos los días. Ocupamos puestos antes impensables para una mujer, participamos en política, sabemos cuáles son nuestros derechos. Tomamos decisiones que van más allá de nuestro cuerpo y nuestra sexualidad. Aunque también elegimos cómo y con quién compartir la cama y la vida. Estamos orgullosas de ser quienes somos.
En las decenas de mensajes que recibí por internet como respuesta a la pequeña encuesta que realicé entre mujeres jóvenes haciéndoles la misma pregunta que me hicieron a mí —“¿Qué es ser mujer en México hoy?”— destacan dos palabras.
La primera palabra es orgullo: orgullo por los caminos que estamos abriendo, por haber aprendido a reconocernos en la mirada de las otras, por saber hacia dónde queremos crecer, por ser capaces de ocupar las calles, por haber reconocido que tenemos una voz, por haber aprendido a usarla.
La segunda palabra es miedo.
Tienen razón las chavas: ser mujer hoy en México tiene ineludiblemente esas dos marcas.
Y nos duelen, claro, una vez más las brutales desigualdades del país. Ser mujer es también ser conscientes de ellas. Saber que no tenemos las mismas oportunidades las profesoras universitarias o las periodistas que las migrantes o las campesinas, que la conciencia de género no borra las terribles injusticias sociales, que es necesario seguir luchando por una sociedad mejor. Para las mujeres. Y también para los hombres.
Aunque sigamos buscando que nuestro cuerpo proyecte sombra. Aunque nos siga costando encontrar cada mañana nuestra imagen en el espejo.
1 Rosario Castellanos, “Entrevista de prensa”, en Poesía no eres tú, FCE, México, 1975.
2 Según estimaciones de la Secretaría de Salud (SSA). http://www.lajornadamichoacan.com.mx/2010/04/18/index.php?section=politica&article=004n1pol
3 Durante las últimas décadas el número de mujeres que se inscribe en la educación superior ha aumentado a pasos acelerados pasando del 19% en 1970 al 30% en 1980, 40% en 1990 para llegar a un 51.5% en 2005. Gina Zabludovsky, “Las mujeres en México: trabajo, educación superior y esferas de poder”, en Política y Cultura, núm. 28, México, 2007.
4 En consonancia con lo que ocurre en otras partes del mundo, a partir de la década de 1970 los mercados de trabajo en México se caracterizan por una creciente participación de las mujeres, la cual se ha incrementado notablemente pasando del 20% en 1970 al 36.5% en el año 2005, y llegando hasta el 40% en las zonas urbanas. Ídem
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Aguilar Camín respondió a la acusación con golpes de pecho: “La participación de colaboradoras mujeres es sintomática y acusatoriamente baja”, escribió, pero explicó: “Nadie ha decidido estas proporciones intencionalmente. Hay un sesgo masculino inconsciente”.
Dos mujeres que escribieron sobre este asunto en nexos dieron la explicación feminista tradicional: se trata de misoginia e inequidad, las cuales tienen su origen en la historia, en la educación, en la cultura: “Hay una construcción social de lo que significa ser hombre y ser mujer”, escribe Catalina Pérez Correa, y en ella las mujeres ganan menos por el mismo trabajo y escriben menos en las revistas de intelectuales.
Aunque definitivamente estoy de acuerdo con estas afirmaciones, me parece que en el caso de nexos la cosa no va por ahí. La razón de que haya pocas colaboradoras no es la misoginia de quienes hacen la revista, ni tampoco los pocos artículos que según Luis González de Alba envían las mujeres, sino la manera como funciona esa publicación. El director (como sus antecesores) encarga los artículos a quien él considera conveniente, y de los que le llegan espontáneamente elige cuáles publicar en función de que sean compatibles con sus propios intereses e ideas.
Sobre eso puedo ejemplificar con mi propia experiencia: cuando le he propuesto algún artículo que a Aguilar Camín le agrada, lo publica. Y hasta me escribe: “Me gusta que estés en las páginas de nexos”. Y no sólo eso: de repente él mismo me solicita algún texto, aunque claro, siempre sobre temas de mujeres, así no sean los que yo trabajo. Pero cuando le he enviado algún texto cuyo tema no le interesa, me ofrece incluirlo en la versión electrónica o de plano no responde mis correos.
Ahora bien: este modo de proceder no es sólo de nexos sino de todas las revistas, incluidas las de mujeres. Y de nuevo recurro a mi experiencia: aunque soy miembro del consejo editorial de Debate Feminista, mis libros no han sido reseñados en sus páginas, y eso que tengo en mi haber tres novelas feministas, una antología de narradoras latinoamericanas y un libro sobre las esposas de los gobernantes de México. Cuando le pregunté a Marta Lamas, directora de la publicación, el porqué de ese silencio, me respondió que las colaboradoras eligen lo que quieren reseñar. Es obvio, pues, que mis libros, con todo y que son sobre mujeres, no les interesan a las mujeres que están en esa revista.
De modo que esa misoginia inconsciente de que se acusa a sí mismo Aguilar Camín no me parece que sea tal. Lo inconsciente es elegir aquello que les interesa o gusta a los que publican una revista o libro. Las mujeres que escriben en nexos son aquellas cuya manera de ver los asuntos son compatibles con la de su director y el grupo que forma el consejo de redacción.
Mi experiencia ha sido que en el mundo de los ilustrados, de la academia, de la publicación de libros y artículos, no he tenido impedimento para hacer lo que he querido por el hecho de ser mujer. Sí, he tenido problemas para que se reconozca y acepte mi trabajo, pero no se deben al género sino a otras razones. Por ejemplo, las diferencias de gusto (hay editoriales y revistas que consideran a los autores que ellos publican como “seminales” y a los demás inexistentes, sean hombres o mujeres); de modo de pensar (cuando en el Sistema Nacional de Investigadores no les parece suficientemente “científico” cierto tipo de estudios); la envidia (cuando las escritoras venden mucho se dice que su éxito se debe a que es “literatura de bajas calorías”) o el simple y llano desinterés en ciertos temas o autores (como se puede ver en las reseñas que hacen en nexos, Debate Feminista y otras revistas).
Entonces, si bien es innegable que existen la inequidad y la misoginia, también es cierto que existen otras maneras de explicar las cosas y no todo es atribuible a esas causas. Lo cual no quita que hay pocas mujeres en muchos de los lugares donde debían estar y que por eso, efectivamente, se está dejando fuera una buena parte de la inteligencia nacional.
Sara Sefchovich. Socióloga e historiadora. Investigadora del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. Entre sus libros: La suerte de la consorte, País de mentiras y Demasiado amor.