Desde ultratumba, Adolfo Aguilar Zínser, exembajador de México ante la ONU, destituido por Vicente Fox por su oposición al engaño que promovió la guerra de EU contra Irak, y muerto posteriormente en un sospechoso accidente, envía comentarios que enmarcan la situación política actual de México y orientan la participación de la ciudadanía ante un reto político que permanece ya desde hace varios lustros; a propósito de los procesos electorales y las responsabilidades aún no sancionadas de Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón para con la población nacional.
El
combate a la corrupción
Por ADOLFO
AGUILAR ZINSER
08
septiembre 2000.- Ayer por la mañana, en un llano cercano a la ciudad de Toluca,
fue hallado el cadáver degollado del subsecretario de Comercio, Raúl Ramos. La
macabra imagen recuerda al escandaloso suicido de Juan Manuel Izábal, oficial
mayor de la Procuraduría General de la República, hace pocos meses. No
es mi intención especular sobre las circunstancias que condujeron a esas
muertes, ni aventurar una opinión sobre sus consecuencias políticas. Sin
embargo, me parece fundamental notar que, en la percepción pública, ambos
casos están vinculados a escándalos de corrupción. Para el ciudadano común,
la muerte de esos funcionarios se lee como una tentativa de ocultamiento, como
la muestra más clara del carácter mafioso del viejo sistema político
mexicano. Las versiones oficiales son desechadas de antemano y las promesas de
llevar las investigaciones hasta sus últimas consecuencias son recibidas con
escepticismo generalizado.
Esa
suspicacia no es gratuita. Muchos años de impunidad la han alimentado hasta
generar en los ciudadanos la convicción de que la corrupción es una característica
inherente a la condición mexicana. De hecho, la discusión pública sobre el
fenómeno de la corrupción en México tiene un fuerte componente cultural. Lo
mismo en las reflexiones académicas que en las pláticas cotidianas, se asegura
que la corrupción es inherente a nuestro carácter nacional. Según estas
versiones, nuestra historia habría dejado en los mexicanos una poderosa
tendencia a la simulación y un intenso desprecio por la legalidad. Las
instituciones nacionales no serían entonces sino reflejo de esas corrientes
profundas de la cultura mexicana. Pretender su transformación resultaría tan fútil
como querer modificar la geografía del país.
Estas
opiniones son contradecidas, sin embargo, por los cientos de luchas cívicas
libradas a lo largo de décadas, por la construcción paulatina de espacios de
integridad y por la variación regional en la incidencia de corrupción. Esas
experiencias muestran que la corrupción en México no es primordialmente un
asunto de deshonestidad personal o de predisposiciones culturales, sino un
problema político. Los gobiernos posrevolucionarios construyeron un vasto
entramado de complicidades y chantaje como mecanismo de control que sirvió de
sustancia aglutinadora para la clase política. El alimento de la corrupción
era la impunidad, la certeza de que la disciplina política sería premiada con
la libertad plena para cometer abusos de autoridad. A su vez, las olas concéntricas
de la corrupción produjeron un incremento de la impunidad, con lo cual se generó
un círculo vicioso que atrapó a casi todas las instituciones públicas del país.
En
última instancia, la corrupción es la manifestación de un divorcio entre la
ley y la realidad. Esa separación no se elimina ampliando hasta el infinito el
universo de regulaciones. Por décadas, se dijo querer combatir a la corrupción
multiplicando los trámites burocráticos, llenando planas del Diario Oficial,
estableciendo procedimientos administrativos bizantinos, generando expedientes y
atiborrando archivos. En el trasfondo, empero, subsiste un umbral inmenso de
discrecionalidad, donde cientos de decisiones residen en la voluntad o el
capricho de algún funcionario. De hecho, la proliferación de trámites no hizo
sino ampliar las oportunidades para el chantaje y la extorsión. Un empresario,
enfrentado con un laberinto burocrático para abrir un negocio, tiene incentivos
para resolver el problema por la vía de la mordida. Un funcionario público,
ante la posibilidad de perder su trabajo por un error contable, se ve obligado a
callar ante abusos mayores.
El
problema de la corrupción en México no se resuelve con una mejor Secodam, con
regulaciones bizantinas o con el encarcelamiento de chivos expiatorios. Por la
extensión del fenómeno, por la gravedad de sus efectos, por su naturaleza sistémica,
la corrupción debe ser combatida con un sentido estratégico. Es una tarea
transversal que atraviesa cada una de las acciones de gobierno. En primer término,
es necesario precisar el objetivo central del esfuerzo: la finalidad no es la
erradicación de la corrupción -tarea imposible- sino la erradicación de la
impunidad. Cada presunto violador de la ley debe saber que muy probablemente será
descubierto y si lo es, será procesado. Para ello, es imprescindible establecer
a la transparencia como principio rector de gobierno. Eso no significa crear un
ambiente persecutorio en el gobierno; sí implica en cambio someter cada acción
de gobierno a diversos niveles de escrutinio y vigilancia.
Esa
tarea exige mantener un delicado equilibrio. Por un lado, se deben desmantelar rápidamente
las redes de corrupción. Ello obliga a desechar los criterios de "borrón
y cuenta nueva": los actos del pasado deben ser investigados. Sólo así se
romperán los vínculos de impunidad y silencio que permiten el florecimiento de
la corrupción. Sin embargo, resulta imprudente e innecesario lanzar al país a
una cacería despiadada en contra de todos lo corruptos, de todos los tiempos,
todos los niveles y todos los grados de responsabilidad. Una ofensiva de ese
tipo paralizaría la marcha de la administración pública y colocaría a México
ante una grave crisis política de impredecibles consecuencias. Por ello, es
imperativo construir un camino intermedio entre el olvido y la persecución
implacable, responsable pero eficaz.
Ese
camino pasa en primera instancia por la participación social. Las
organizaciones sociales y civiles y los ciudadanos en general deben actuar como
una contraloría descentralizada, como la primera línea de defensa contra la
corrupción. No existe sistema de información, proceso administrativo o
mecanismo de vigilancia que pueda sustituir a las denuncias ciudadanas. Pero la
participación social será brutalmente detenida, si la información procedente
de los ciudadanos se envía a alguna bodega a acumular polvo. Las instituciones
de la República deben asumir su responsabilidad y participar en un esfuerzo
general que involucre a todos los poderes y a todos los niveles de gobierno.
El
Congreso de la Unión debe jugar un papel fundamental en este esfuerzo. Sus
poderes de vigilancia y control son aún limitados; es necesario ampliar el
alcance de sus facultades de investigación para eliminar los espacios de
oscuridad que subsisten en la administración pública federal. Sin embargo, el
combate a la corrupción no debe partidizarse o quedar sometido a agendas
electorales; de lo contrario, el proceso perdería legitimidad y se volvería
fuente de pugnas estériles e interminables, como de alguna manera está ya
sucediendo. Para evitarlo, el Congreso debe construir mecanismos autónomos para
la exigencia de responsabilidades, instancias que permitan indagar con plena
libertad sin interferencia de los partidos. Por su parte, el Poder Judicial debe
producir fallos que gocen de credibilidad total. En la percepción de la
ciudadanía, los tribunales son cotos de impunidad y los jueces cómplices de la
corrupción. Esa impresión puede resultar injusta, pero no deja de ser problemática
para el combate a la corrupción. La baja calificación que la ciudadanía le
otorga a su sistema judicial deslegitima todo proceso legal y transforma a todo
procesado en víctima.
En
última instancia, la responsabilidad de la batalla corresponderá al gobierno.
Las nuevas autoridades estarán ante una oportunidad extraordinaria para limpiar
los establos y Vicente Fox ha manifestado ya su intención de combatir la
impunidad. Es por ello el momento de iniciar una amplia discusión entre todos
los sectores de la sociedad. Sin el concurso de todas las fuerzas políticas y
la participación de la sociedad, el saneamiento de nuestras instituciones podría
quedar desnaturalizado por sesgos partidistas y convertirse en una inútil cacería
de algunas víctimas propiciatorias. Si eso sucede, los cadáveres seguirán
apareciendo con una regularidad macabra.
Tomado de: http://jherrerapena.tripod.com/politica/corr.html
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