-Ninguna hegemonía es completa. Implica sí una determinada organización de las relaciones de poder que se sostiene, a la vez, en el uso de su potencial coercitivo y en la fuerza del discurso. Pero todo sistema hegemónico tiene fisuras y genera fuerzas contrarias que lo cuestionan, lo debilitan y, eventualmente, lo derrumban, obligándolo a transformarse constantemente. En otras palabras, no hay poder sin resistencia y la historia de las sociedades se escribe con ambos. La nueva hegemonía se presenta como razonable, deseable e incluso inexorable para la mayoría. Sin embargo, no deja de haber luchas y oposiciones que resultan decisivas para fijar ciertos límites y modificar así los recorridos futuros. Creo que estamos en medio de una reorganización hegemónica del capitalismo, de carácter planetario y global, de la que sólo alcanzamos a reconocer algunos aspectos. Identificamos la transnacionalización de la economía, de la política y de la comunicación, mediante procesos de extraordinaria concentración de la riqueza, de toda clase de recursos y de la toma de decisiones en redes público-privadas. Si esto es así, todo aquello que impida o debilite este proceso de concentración y polarización representa una fisura en la actual reorganización. En este sentido, las políticas desarrolladas en algunos países de América del Sur, como Argentina, sin ser abiertamente contrarias a la reorganización neoliberal, al aceptar algunos lineamientos pero rechazar otros o sencillamente condicionarlos, representan fisuras significativas, que es importante valorar en ese contexto, por completo adverso. Por supuesto, todas las formas de protesta desde la sociedad civil representan fisuras y esto está ocurriendo tanto en los países centrales como en las periferias. Sin embargo, muchas de estas luchas menosprecian la lucha partidaria electoral. Es un error: acceder a los gobiernos no es irrelevante ya que estos –acompañados de sus sociedades– pueden ser instancias decisivas para demorar, entorpecer y así desviar los rasgos más letales del actual modelo. La reorganización global juega con la aceleración del tiempo; la demora y el desvío pueden ser formas de la resistencia.
-¿Por qué pensar que el neoliberalismo está en crisis? Más bien el neoliberalismo ha dado lugar a una serie de crisis, que pagan los sectores sociales excluidos del modelo, a la vez que se confirma la concentración de la riqueza y la incorporación de todos los ámbitos de la vida humana a la lógica del mercado, como parte del éxito de sus principios básicos. Si el neoliberalismo es la restricción de la participación del Estado en la economía –vigilada por organismos internacionales–, la restricción de los gastos destinados a políticas sociales, la privatización de la mayor parte de los bienes públicos, la apertura irrestricta de los mercados, la aplicación de políticas fiscales que gravan el consumo antes que la producción –el famoso IVA–, la liberalización de las inversiones y la desregulación de las actividades económicas así como la flexibilización laboral, no parece estar en crisis sino haberse establecido muy firmemente. Claro que las características excluyentes de ese modelo generan crisis sociales y políticas; también un escaso crecimiento. Ambos problemas se han salvado hasta el presente con el control social, la despolitización y la exclusión crecientes. Es posible que, en adelante, se tengan que realizar modificaciones o ajustes pero para entonces la reorganización global y la nueva fase de concentración ya se habrán consolidado.
-El problema se inicia con la identificación entre Estado y Estado-Nación. Se ha debilitado la soberanía de la mayor parte de los Estados-Nación. Sin embargo, la institución del Estado corresponde más bien a la instancia capaz de establecer una legislación de carácter obligatorio, ejecutarla, vigilar su cumplimiento y castigar las posibles transgresiones (que son las funciones principales de los tres poderes). Estas funciones, antes privativas de cada Estado Nación, hoy se ejecutan a nivel nacional pero se establecen y se vigilan desde organismos internacionales que tienen la capacidad de implantar legislaciones que prácticamente imponen a nivel global (como las leyes especiales antiterroristas), por no hablar de las políticas económicas y sociales. Por su parte, vigilan su cumplimiento y tienen la fuerza económica y militar para castigar cualquier acto que consideran su violación, desde sanciones económicas hasta intervenciones militares directas. No es un Estado el que dicta e impone, ni siquiera un grupo de Estados, sino lo que podríamos llamar instancias estatales fuertemente ligadas con ciertos Estados y con grupos privados de poder, como las grandes corporaciones. De tal manera que se ejercen violencias de Estado, avaladas por Estados específicos y ejecutadas por sus ejércitos, sus policías y sus servicios de inteligencia pero, sobre todo, reconocidas y aceptadas como válidas o, en todo caso como irresistibles, por la comunidad internacional.
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