Estrictamente personal, Raymundo Riva Palacio
Para muchos, gobernantes agobiados y rebasados por la violencia en sus estados, y ciudadanos aterrados por los balazos, secuestros y muertes, el que las Fuerzas Armadas hayan tomado el papel de policías es un alivio. Para muchos de ellos, que el Presidente busque estados de excepción para poder acabar con los criminales, es una medida que les ayudaría a recuperar su tranquilidad. Que el Presidente utilice atribuciones meta constitucionales para limpiar la Patria de criminales es respaldado y aplaudido por muchos más, que a cambio de orden y paz están dispuestos a entregar libertades conquistadas a lo largo del último medio siglo.
Esta es una discusión de fondo que suele polarizarse en los cosmético. Quienes viven en las zonas más calientes del país, ven el remplazo de las instituciones civiles, permeadas por la ineficiencia y la corrupción en muchos casos, como una acción necesaria y urgente para su sobrevivencia. Quienes viven fuera de ellas rebaten el discurso teológico de los buenos y los malos, los cuerpos de seguridad o los criminales, en una dialéctica sobre si la estrategia es acertada o no, o si debiera modificarse o mantenerse. Pero el debate encendido de todas las partes soslaya por completo el tema de la des-democratización de México.
La guerra contra las drogas empuja de regreso al autoritarismo, con una ventaja para el Ejecutivo que no tuvieron los gobiernos priístas que lo instauraron: no existe una discusión sobre la regresión política salvo, paradójicamente, el discurso del presidente Felipe Calderón de que una victoria del PRI en la elección de 2012, sería un regreso al pasado de contubernio con el narcotráfico. El Ejecutivo goza de carta blanca para la restauración autoritaria avalada por la propia oposición, cuyos gobiernos locales encabezan la cesión de los avances democráticos, y por la sociedad civil en general, cuya madurez democrática es incipiente, y a veces nula.
Más de la mitad de los
gobernadores entregaron la seguridad pública de los estados a militares en activo y retirados, sin tomar en cuenta sus méritos y capacidades, sino las percepciones. Como los militares son bien vistos por 7 de cada 10 mexicanos y se consideran los menos
penetrados por el narcotráfico, los gobernadores buscan con ellos el abrigo del secretario de la Defensa, general
Guillermo Galván, que ha encontrado en las entidades una bolsa de trabajo para militares, a donde ha enviado cuadros de todo tipo y fama, como el general de brigada retirado,
Carlos Bibiano, quien ha dicho que a los narcos no hay que detenerlos sino
matarlos.
En el cuerpo civil de la sociedad, no hay mucha diferencia, por la proclividad cultural a la autoridad central. Por ejemplo, cuando asesinaron a quien iba a ser yerno de María Elena Morera en Ixtapa, la activista no buscó la ayuda de la autoridad de Guerrero, como correspondía por el tipo de delito, sino de la procuradora general. O cuando secuestraron a periodistas en la Comarca Lagunera, aún los más críticos del secretario de Seguridad Pública Federal, recurrieron a él por ayuda, y no al gobierno de Coahuila, que tenía jurisdicción sobre el caso.
Esta
cultura centralista construida a partir de los arreglos post-revolucionarios para crear la gobernabilidad, prevalece y domina a la sociedad mexicana, donde el estruendo de las armas ciega los retrocesos políticos.
Juan D. Lindau, profesor en el Colegio Colorado, señaló en un reciente ensayo en la revista de la Academia de Ciencias Políticas de Estados Unidos, que la
guerra contra las drogas afecta el desarrollo fundamental de las instituciones democráticas y, más importante, estimula la expansión de prácticas e instituciones no democráticas. Por ejemplo, subraya:
*La sustitución de las policías locales y estatales por militares y agentes federales, subvierte el federalismo e impide la construcción de un sistema judicial independiente y un aparato policial efectivo en los municipios. (Los nuevos gobernadores tuvieron, como uno de sus primeros actos tras ganar su elección, ir con el general Galván para pedirle a un militar para nombrarlo en la Secretaría de Seguridad Pública; cuando relevan a un ineficiente, lo hacen con otro militar).
*La posibilidad de los militares para detener sospechosos de narcotráfico y confiscar bienes y armas, crea un aparato policial paralelo que tiene menos rendición de cuentas y es todavía menos transparente debido a su autonomía institucional. (El fiasco en la detención ilegal de Jorge Hank Rhon en Tijuana, es el mejor ejemplo de esta afirmación; no se sabe quién ordenó el arresto, porqué se hizo en realidad, y cómo se castigó, si eso realmente sucedió, a los responsables, porque se mantiene como secreto de Estado).
*La naturaleza del enemigo (los narcotraficantes), requiere que el Estado adopte métodos, incluido el uso de informantes, agentes provocadores, vigilancia e intercepción telefónica, que son injuriosos a los derechos civiles. La necesidad imperativa de acumular información acerca de un enemigo elusivo estimula la adopción de técnicas de investigación altamente coercitivas y en prácticas de detención que se apartan de las normas del debido proceso.
Lindau recuerda la iniciativa del Ejecutivo dentro de las reformas de la Ley de Seguridad donde se pedía la autoridad unilateral para decretar estados de excepción, “importante indicador del respeto por los procedimientos democráticos”, y buscaba que sólo el Ejecutivo pudiera tomar una decisión soberana –que hoy en día tiene que consultar con el Congreso- para la suspensión de los derechos civiles y las protecciones constitucionales.
“El Ejecutivo, cuyas agencias conducen la guerra, ha experimentado la renovación parcial de su poder y alcance tras el declive de su autoritarismo como consecuencia de la transición a la democracia”, afirma Lindau. “La búsqueda de una agenda de seguridad, y de hecho la elevación de la agenda de seguridad sobre otras funciones y prioridades del gobierno, incrementa el poder de un régimen menos transparente y menos obligado a rendir cuentas”.
Esto no es nuevo. El mismo Landau recuerda que James Madison, uno de los fundadores de la democracia estadounidense, y Alexis de Tocqueville, quien mejor describió el sistema, observaron que la guerra y el poder de las instituciones designadas para conducir la guerra, incrementa el poder del gobierno central, mina el federalismo y expande el poder del Ejecutivo, alterando la fuerza de los diferentes niveles de gobierno. El proceso se llama des-institucionalización, no hay que olvidarlo. Y menos aún a lo que conduce, la des-democratización.
twitter: @rivapa
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