ASA CRISTINA LAURELL
El estudio sueco fue posible gracias a un registro, confiable y exhaustivo, de morbilidad que permite detectar alteraciones en la incidencia de enfermedades aunque sean relativamente infrecuentes y establecer la relación epidemiológica con la causa inmediata. Es una demostración de la importancia del dato en la salud pública.
El tema de la importancia del dato confiable y exhaustivo adquiere mucha relevancia en una época caracterizada por su (fetichismo) idolatría del “dato”. Recibimos abundante información numérica cotidianamente que se presenta como una demostración de la verdad sobre uno u otro hecho, como la evidencia empírica de tal o cual suceso.
Los investigadores mexicanos de salud pública y de las políticas de salud nos enfrentamos a datos oficiales contradictorios entre sí y en muchas ocasiones inverosímiles o hasta extravagantes. Por ejemplo, en la página oficial del Seguro Popular (SP) se sostiene que éste cubre mil 400 enfermedades cuando su catálogo sólo consigna 275 intervenciones y 49 de “gastos catastróficos”. Es de notar que el concepto “intervención” se refiere a procedimientos específicos que no cubren la totalidad de la atención requerida para una enfermedad en sus distintas fases. Es decir, el SP no cubre enfermedades sino procedimientos lo que resulta en un proceso de atención fracturado e incompleto.
Otro ejemplo son los datos del número de derechohabientes de la seguridad social en 2010. El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) señala que son 72.5 millones, de los cuales 35.4 pertenecen al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) y 7.2 al Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (Issste). El IMSS reclama una cobertura de 52.3 millones y el SP de 42.2 millones de personas. Si se suman los datos proporcionados por el IMSS y por el Seguro Popular más los del Issste hay una discrepancia de 29 millones respecto al dato del Inegi. Aun restando los 7.1 millones de derechohabientes del IMSS que no son usuarios, hay una diferencia de 22 millones.
En el caso del SP no se señala la diferencia entre personas inscritas y usuarias. Hay además graves inconsistencias entre las características reportadas de los afiliados al SP respecto de los datos poblacionales: ¡38 por ciento! está clasificadas como de los deciles I o II, o sea del 20 por ciento más pobre de los mexicanos, y las familias con jefatura femenina sobrepasan en 2 millones el total nacional de las de ese tipo. La próxima declaratoria de “cobertura universal de salud” carece de sustancia concreto con tal inexactitud en los datos.
Sobra decir que la poca confiabilidad del denominador para cualquier cálculo de recursos respecto a la población cubierta resta validez a este tipo de indicadores que deberían de ser la base mínima de cualquier proceso serio de planeación.
En salud está de moda argumentar que las políticas públicas deben estar “basadas en evidencias” que, las más de las veces, equivale a decir estar sustentadas en datos. Es de por sí cuestionable si este concepto, tomado de la medicina clínica y los estudios experimentales estrictamente controlados, se puede trasladar a los procesos complejos de las políticas públicas y en este caso cuáles son los datos o evidencias a tomar en
cuenta.
El problema no se hace menor cuando se analiza el tipo de dato-información que se utiliza. Un ejemplo es el muy favorecido indicador de impacto “años de vida saludable” que resulta ser construido parcialmente en valores imputados o estimados lo que le rinde un carácter poco exacto y cargado de juicios de valor.
Las políticas mexicanas de salud “basadas en evidencias” acumulan de esta manera la inexactitud de los datos básicos y la imperfección de los indicadores construidos de uso común. Los investigadores deberíamos exigir que las autoridades depuren sus bases de datos oficiales y hagan transparentes las razones de las diferencias entre una y otra fuente. Sólo así podemos hacer estudios científicamente válidos y socialmente útiles.
secretariasaludgl@gmail.com
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